Es necesario agradecer que Australia haya dado un paso importante en términos legislativos con la prohibición del uso de redes sociales entre menores. Pero la clave ni es la restricción per se ni la frontera de los 16 años. La gratitud, en cambio, nace por los debates que permite abrir hacia las plataformas digitales: bastante con comerciar con datos de menores y hasta aquí la explotación de vulnerabilidades. La pregunta de fondo sería si queremos limitarnos a proteger prohibiéndonos o si apostamos por marcar qué entornos digitales queremos potenciar. Dicho de otro modo: ¿seguiremos intentando poner puertas al campo o nos atrevemos a cuestionar la forma de labrar la tierra?
Podemos entretenernos en las fisuras de su medida, pero eso no la hace menos valiente. Hay una cuestión de alcance: afecta sólo a algunas de las redes sociales (dejando sin afectación a WhatsApp, YouTube y videojuegos online). Tardará todavía doce meses en aplicarse y hay que ver lo estrictas que serán en los mecanismos de responsabilidad. Sabemos de legislaciones de otras materias que para las grandes empresas es preferible pagar la multa que aplicar la normativa. Es una medida déspota: afecta a los menores de 16 años incluso si tienen consentimiento de la familia. Pero será necesario que todo el mundo verifique la edad, tenga la edad que tenga. Regular el acceso de los menores a las redes sociales es un caso de uso que legitima perfectamente los planes australianos de crear una identidad digital, con los esfuerzos añadidos de prevención y ciberseguridad que se deriven.
Por todo ello se están probando diversas soluciones biométricas, pero ni es una modalidad fiable (de momento, y mucho menos con adolescentes) ni sensible con la privacidad. Estamos hablando de mecanismos de verificación que implican datos altamente sensibles como puede ser el reconocimiento facial. Pero, incluso si la biometría fuera infalible, ¿qué sentido tiene que para evitar que las empresas puedan monetizar los hábitos digitales de nuestros niños tengan que rastrear su rostro para acabar dirimiendo que no pueden entrar? ¿Es proporcionada la medida?
Y aunque resolviéramos todas las cuestiones técnicas anteriores: ¿qué implica para las nuevas generaciones dejar de tener acceso a un espacio de socialización, de expresión y de experimentación que ya tienen asumido como propio? Preparémonos para ver a adolescentes navegando redes oscuras y plataformas inventando marcas blancas para eludir la ley.
Prohibir es una ilusión de protección, pero tendrá efectos limitados si no se combina con acompañamiento y alternativas seguras. En el ámbito europeo disponemos de la DSA (la ley de servicios digitales) desde 2022, pero el impacto de las medidas es todavía poco exitoso. En España el martes conocíamos las recomendaciones del comité de expertos para proteger a los menores en los entornos digitales, que deberían informar el anteproyecto de ley en curso, y hace unos meses veíamos la "Cartera digital beta", un sistema acreditación de la mayoría de edad para restringir el acceso de menores a contenido pornográfico.
Comparto el diagnóstico, pero no la solución: tenemos un problema de malestar y sobreuso digital en las generaciones más jóvenes (también adultas) en buena parte del planeta. En nuestro país, de acuerdo con el índice IDAUA de inclusión digital que presentaba la Fundación Ferrer y Guardia recientemente, un tercio de los jóvenes entre 18 y 29 años tienen usos problemáticos de internet y de alta inclusión digital. La cifra se eleva al 40% en población general y la autonomía digital también tiene sesgo de género. Todos estos elementos nos indican que no es cuestión técnica, sino un problema social y sistémico. Es precisamente por eso que las soluciones punitivas son insuficientes, no podemos subsanar la base del juego sin cuestionarlo en fondo y forma.
El bienestar digital no tiene que ver con accesos restringidos y campos llenos de puerta. Necesitamos redes sociales pausadas y nutritivas, en vez de escaparates de frustración por comparación y manipulación emocional. No es necesario prohibir la adolescencia digital, sino erradicar el mercado que explota el arrebato y la confrontación. Deberemos plantearnos, como dice Carissa Véliz, que la economía de los datos tenga límites. En lugar de regular con permiso de los modelos de negocio actuales, planteamos un pacto social digital en el que las plataformas sean un espacio para reforzar la reflexión y la cohesión social. Puede sonar a utopía, pero ya consta en el Global Digital Compact de Naciones Unidas que aprobaron en septiembre 193 estados. La cuestión es cuántos se atreverán a exigir cambios a las grandes tecnológicas en vez de estigmatizar a los niños.