1. La paradoja de Putin. Hay desacuerdo en la interpretación de los objetivos de Putin: sobre hasta dónde quiere llegar y sobre qué hay en su apuesta de cálculo estratégico o de delirio de un nacionalismo expansivo. Y se ha especulado mucho sobre su personalidad, aparentemente una expresión genuina del nihilismo –es decir, de la pérdida de la noción de límites– tan usual hoy en varios espacios de poder. Pero, en cambio, hay una coincidencia en que una vez las cosas han llegado en el punto que están, Putin solo tiene una salida, que es ganar. Acabe como acabe todo, debe poder escenificar una victoria ante los suyos.
Incluso se discute si ha habido por su parte un cálculo erróneo sobre la efectividad de su ejército y sobre la resistencia ucraniana que le está complicando la vida (esperaba un paseo triunfal) o si era consciente del riesgo, pero ya le iba bien que se enredara la madeja para que los costes llegaran a Europa, como ya está ocurriendo con el alud de ciudadanos que huyen de la guerra y con las consecuencias económicas y políticas de todo. De modo que ahora mismo la pregunta sobre la mesa es esta: ¿hay una salida que permita a Putin cantar victoria sin que el conflicto se eternice y se multipliquen los efectos negativos para todos? El propio Putin debería estar interesado en encontrarla, porque si la guerra de Ucrania deriva hacia Vietnam será su final. Y, sin embargo, para salir sin perder debe hacer concesiones. Es la paradoja de Putin.
2. La fábula europea. Lo llaman el punto de no retorno. El trauma provocado por Putin habría alineado a los países europeos en una unidad sin precedentes. Europa habría encontrado una insólita cohesión. Y los portavoces y predicadores de la Unión insisten en un cambio de época. Cierto que la alineación formal contra el invasor de Ucrania ha funcionado. Y que quienes le reían las gracias y buscaban su complicidad ahora simulan que no se acuerdan. ¿Hasta cuándo? Mirando al enemigo como factor de cohesión no olvidemos las disfunciones interiores. Y la guerra no debe servir para tapar las cuestiones de fondo que están latentes en la crisis actual, pero que nadie quiere afrontar: ¿es compatible la democracia liberal con el estadio actual del capitalismo? Muchos de los que hoy callan y guardan las apariencias creen que no. Y volverán. Que los líderes europeos aprovechen la coyuntura para afianzar sus posiciones es normal: en tiempos de tribulación, no hacer mudanza. Pero de ahí a la fantasía de una Europa en vías de superación de las diferencias internas hay un trozo. Y no olvidemos que sin conflictividad no hay democracia.
3. Melancolía. "Como pronosticó hace casi cincuenta años Salvador Allende, estamos volviendo a abrir las grandes avenidas por donde pasa el hombre libre, el hombre y la mujer libres, para construir una sociedad mejor". Así acababa Gabriel Boric su primer discurso como presidente electo de Chile. Y me conmovió. Aquel trágico 11 de septiembre de 1973, Estados Unidos y las oligarquías chilenas acompañaron al ejército en el golpe de estado para instalar el primer experimento de la economía neoliberal (que después nos inundaría a todos) en su forma más salvaje. Para una parte de mi generación fue la pérdida de inocencia. Las imágenes del asalto en el Palacio de la Moneda son un símbolo de la barbarie que se prolongaría con la cruel dictadura de Pinochet, que dejó después una sombra alargada (como la franquista entre nosotros) de la que la sociedad chilena se ha ido liberando lentamente. Recuerdo aquella tarde trágica en la que poco más de quinientas personas nos encontramos frente a la embajada chilena en París. Veo la aparición de la esbelta figura de Yves Montand y Michel Foucault observando minuciosamente lo que ocurría. Ahora Boric, que a diferencia de Allende llega con una victoria electoral contundente, no anuncia ninguna revolución, simplemente la ambición de una izquierda renovada que quiere cambiar algunas cosas. Buena señal: ni Venezuela ni Nicaragua le han acompañado en la fiesta. No quisiera creer que es inevitable la frustración.