Aprovechamos la canícula, hablamos de filosofía.
No sé cuándo topé con esta contundente sentencia: "No amar es casi un crimen". En cualquier caso, ya hace años. Pero no la he olvidado y puedo asegurar que el paso del tiempo no ha hecho más que convencerme de su verosimilitud. El problema es que cuando me pongo a escribir con la intención de desarrollar esta idea, lo único que consigo es derrocharla. El amor es una de esas cosas tan singulares que son difíciles de decir y que, para expresarlas, es necesario bailarlas, llorarlas, gritarlas, cantarlas o, simplemente, mostrarlas. Las cosas pequeñas pueden comprenderse y explicarse sin necesidad de amarlas, pero las grandes, si no se aman, no se dejan ni comprender ni explicar.
Las manifestaciones del amor son diversas y en ocasiones incluso contradictorias. No es lo mismo el amor propio que el amor al otro, aunque sin el primero el segundo probablemente se amortiguaría en nada.
No quererse a uno mismo es casi un suicidio, porque nos obliga a cargar con nosotros un peso sin ningún valor positivo. Es como cosechar un trasto. Es obvio que somos mucho más llevaderos para nosotros mismos si nos amamos que si nos abominamos, si nos aburrimos o, simplemente, si no sabemos cómo llenar de sentido los vacíos de nuestra alma. Pero aquí nos movemos, como siempre que tratamos de lo humano, entre lo más y lo menos, porque lo humano es siempre una cuestión de grados.
Los griegos, que tenían por hábito meditarlo todo (sí, también en verano) para poner las palabras adecuadas a cada cosa, dieron al amor propio el nombre de filautia, entendiendo que es la condición imprescindible para cualquier proyecto de mejora personal. Como acabamos de decir, no tiene sentido esforzarse por mejorar lo que menospreciamos. La filautia no es un reclinatorio para postrarnos ante nuestro narcisismo, sino el sentimiento realista que crece en nosotros con el trato cotidiano con nuestras destrezas, y nos permite sentirnos ante nosotros mismos dignos de cariño, lo que es un ingrediente sustancial de la felicidad. En este sentido, es una condición imprescindible para nuestro desarrollo moral, porque afirma el valor de nuestra existencia, y un requisito de la vida buena (que no es la buena vida del veraneante sin problemas económicos). Quien no sabe amarse a sí mismo, difícilmente podrá contribuir al bien de los demás. La amistad es la reciprocidad de la filautia. Los amigos, digámoslo así, son los pedazos de nuestra alma que tenemos repartidos por el mundo y lo hacen más habitable.
La naturaleza –escribió Erasmo– dio, tanto a cada mortal como a cada nación y en cada ciudad, un cierto amor propio comunitario, que es la filautia. Erasmo la define así: "ipse sibi palpatur", es decir, celebrarse o disfrutar de uno mismo. Y puntualiza de inmediato que si dirigimos hacia otro esta celebración, hay que tener cuidado de que no se transforme en adulación, que es una forma de servilismo.
En conclusión: quien no sabe quererse bien se desperdicia a sí mismo.
Puesto que nos movemos entre equilibrios delicados es fácil caer o en el exceso o en el defecto. Pero esto, andar en la cuerda floja, es propio de los seres humanos: somos equilibristas morales con vértigo. Si un cierto amor propio es bueno, e incluso imprescindible para llevar una vida buena, un exceso de amor propio es perjudicial porque nos impide amar a los demás y nos clausura en la cárcel de nuestra intimidad. Éste es el caso de quienes consideran que no hay nada en el cosmos más digno de admiración que su propio ombligo. A estos hombres san Agustín los considera incurvatus in se, porque están hechos un ovillo de autocomplacencia (corazón incurvatum in seipsum).
San Agustín cree que el amor egoísta, que es como el cáncer de la filautia, es perverso porque traiciona y hace estéril la misma esencia del amor, que es sacar de sí a quien ama para ir al encuentro de su persona amada. Lo que el cristianismo llama pecado no es otra cosa que esa perversión del amor, que, incapaz de un dinamismo centrífugo, cae en una dinámica centrípeta.
Un montón de teólogos cristianos (san Anselmo, san Bernardo de Claraval, san Alberto Magno, san Buenaventura…) se han detenido en la imagen del hombre-erizo que, encorvado sobre sí mismo, ha perdido la capacidad de levantar la mirada, sin darse cuenta de que su cierre limita su inteligencia. El amor, por el contrario, es la extrañísima convicción de que existe en este mundo alguien más real que nosotros mismos, que posee tanta realidad que no nos cansamos de mirarla y que, cuando nos falta, nos falta un mundo.
No amar es casi un crimen.