Merece cierta atención la extraña –y frustrada– ofrecida de Alberto Núñez Feijóo, en plena campaña electoral gallega, de una hipotética medida de gracia para el presidente Carles Puigdemont. Y esto más allá de las razones que le hayan llevado primero a hacerla y después a negarla. Dejo de lado, pues, cuál era el cálculo político –si es que lo había– para levantar la liebre de éste no-indulto al presidente en el exilio, y no me entretendré en las reacciones histéricas de los medios del régimen y de la baronesa de su partido, por previsibles.
En cambio, aunque después se haya echado atrás, me interesa el fondo del argumento de un indulto que, según el propio Feijóo, buscaría una hipotética reconciliación en Catalunya que pasaría primero por la entrega, arresto, juicio y condena de Puigdemont; después por el arrepentimiento público y la renuncia a la unilateralidad, y finalmente por el indulto. Hay que tener en cuenta que se trata de ese tipo de condescendencia que no sólo se expresa desde la fuerza, sino que de hecho es una impúdica exhibición. Por eso la oferta se hacía desde la superioridad moral de quien la ofrecía, y exigía la genuflexión de quien debía recibirla. No había generosidad, sino deseo de humillación. Y ni con la humillación le han bastado.
Interesa esta retórica porque revela el nudo del conflicto entre España y Cataluña. Y nos dice por qué es imposible deshacerlo de forma democrática. Quiero decir que, para que el conflicto tuviera una solución democrática, fuera la de una incorporación voluntaria en España, fuera la de una Cataluña que se emancipara, habría que partir de la aceptación de que hay dos sujetos políticos con la misma dignidad, capaces de tratarse como iguales. Antes de hablar de melífluas reconciliaciones, reencuentros y concordias, y para afrontar honestamente el conflicto, sería necesario el reconocimiento mutuo de las dos naciones soberanas.
Es cierto que no es lo mismo el lenguaje inflamado y despreciador del PP y el considerado y meloso del PSOE. Pero la naturaleza política de fondo es la misma. Y si aquí el primero molesta porque provoca, el segundo se soporta mejor porque engaña. Pero en la medida en que en ambos casos no existe reconocimiento de la soberanía de cada uno de los sujetos nacionales, todo queda relegado a la fuerza respectiva, y no a la de la razón ni de la ley.
Por el lado catalán, la fuerza depende del apoyo popular a las posibles opciones. Un apoyo que, en el caso de la independencia, y en una sociedad relativamente acomodada, va muy ligado a las garantías que ofrezca el proceso de secesión. Es decir, a la posibilidad de juego limpio: ausencia de violencia, seguridad jurídica, reparto justo de activos... Precisamente era en la previsión de estas garantías que tenía sentido hablar de ir "de la ley a la ley" . Y, claro, finalmente se dependería de la fuerza de una decisión democrática que, tomada entre los propios connacionales, en ningún caso sería unilateral. Qué decidirían los catalanes en un referéndum de autodeterminación, no en las condiciones actuales de amenaza sino en las de juego limpio, es algo que deberían preguntarse las encuestas de opinión.
Por el lado español, al negar el ' existencia de la nación catalana como sujeto político, la única fuerza que puede utilizar es la de sus aparatos de estado: el ejército, la policía, los medios de comunicación y otros aparatos de propaganda del régimen, y la de los poderes – estos sí, unilaterales – judicial, legislativo y ejecutivo. Y, no lo olvidemos, con el apoyo de un marco político internacional de apoyo mutuo entre estados. No haber evaluado correctamente naturaleza de ambas fuerzas –y no supuestos engaños, cobardías y traiciones– es lo que ha llevado al actual estado de decepción y bloqueo moral y político de la parte catalana –tanto de independentistas como de unionistas –, ya la arrogancia también moral y política del nacionalismo asimilacionista español.
Ahora mismo está claro que no era cierto que en ausencia de violencia se podía hablar de todo. Si trabajar pacíficamente por la independencia de Catalunya, si defenderla de palabra y en la calle, es subversión del orden público y terrorismo, el diálogo es un hablar por hablar. Y aunque en el entretanto sería bueno llegar a un acuerdo para la amnistía, no debería perderse de vista que es el resultado de la necesidad perentoria de Pedro Sánchez de tener gobierno, y no de un ataque de radicalidad democrática. El objetivo del PSOE es querer desinflamar el conflicto en Catalunya, mientras el PP necesita encenderlo en España, ambos por intereses electorales. Pero ni uno ni otro son capaces de resolverlo democráticamente.