No es desinformación, es racismo
Las mentiras de Donald Trump sobre la inmigración en el debate presidencial de esta semana nos remiten a este verano, ya las imágenes que nos ha dejado de auténticos pogromos contra inmigrantes, refugiados, miembros de la comunidad musulmana y personas racializadas en muchas ciudades del Reino Unido. Nadie duda de que las redes sociales jugaron un papel fundamental. Pero la explicación necesita ir más allá de la desinformación. Los disturbios raciales han sido una constante en la historia del Reino Unido, y la pregunta realmente relevante es: ¿por qué ciertos mensajes (que, efectivamente, ahora se extienden más rápidamente que antes) son capaces de cuajar de forma tan inmediata y violenta?
La primera causa tiene que ver con la definición del nosotros. Como explica muy bien Achille Mbembe, la esclavitud y el imperio colonial comportaron la creación de dos órdenes simbólicos: el de la comunidad de los próximos, del nosotros, y el de la comunidad de otros, de aquellos dejados al margen, percibidos o como pura mercancía o como puro excedente. Esta división entre el orden humano y el subhumano, que permitió justificar la barbarie de la esclavitud y la extrema violencia de los ejércitos coloniales durante los procesos de independencia, es según Mbembe la base de éste nosotros/otros que articula los discursos racistas actuales.
Sin embargo, en el caso del Reino Unido, el Imperio colonial significó al mismo tiempo el otorgamiento de la nacionalidad británica a todos los súbditos de la Commonwealth y, por tanto, una política de puertas abiertas para más de 600 millones personas procedentes de las colonias. Cuando la llegada de inmigrantes no blancos se hizo realidad, los disturbios raciales no se hicieron esperar. La respuesta fue inmediata. Empujado por el miedo a la "furia" y los "malos modos" del pueblo británico, a inicios de la década de los 60 el gobierno decidió detener radicalmente la llegada de inmigrantes procedentes de Asia, África y el Caribe .
Este drástico cierre de las fronteras fue justificado con un doble argumento. Por un lado, se asumió que la inmigración era un fenómeno negativo para el “pueblo” británico, que –tal y como declaró entonces el político conservador Enoch Power– “se encontraba convertido en extranjero en su propio país”. Por otro, se construyó toda una narrativa, que dura hasta hoy, según la cual la armonía social y la integración de aquellos que ya habían llegado dependía de que no entraran más. Dicho de otro modo: existe un cierto consenso que, a menos inmigración, más paz social y mayor integración. Todo esto fue acompañado, eso sí, de unas políticas de antidiscriminación que son incomparablemente más valientes que las del resto de países europeos.
La segunda causa tras los disturbios raciales de este verano es de carácter socioeconómico. La deslocalización de la industria a partir de la década de los 70, pero sobre todo las políticas neoliberales del gobierno conservador de Margaret Thatcher, llevó a un empobrecimiento generalizado de las clases trabajadoras y al abandono por parte del estado de aquellos que, en ese contexto, dejaron de valerse por sí solos. Los últimos diez años de políticas conservadoras y el efecto devastador del Brexit no han hecho más que empeorarlo. Al mismo tiempo, aunque parezca contradictorio, la economía británica ha pasado a depender más y más de la llegada de trabajadores extranjeros. Si antes de la pandemia el saldo migratorio anual era de unos 330.000, en los últimos años ha superado los 750.000. Cuando uno tiene poco, o percibe que tiene menos de lo que le correspondería, la comparación con el otro, y más si viene de fuera, es inevitable.
Por último, la responsabilidad de los disturbios recae también en el discurso político de los gobiernos conservadores de los últimos años y medios de comunicación afines. Quien no recuerda el eslogan “stop the boats” o la propuesta de deportar solicitantes de asilo a Ruanda? Cómo decía Daniel Trilling, la “gasolina ideológica [de los disturbios] proviene de fuentes más respetables”. Sin embargo, todos los representantes políticos –Nigel Farage incluido– han condenado los actos violentos de este verano. Nadie quiere violencia callejera o un escenario de guerra civil, tal y como vaticinaba Elon Musk. Algunos políticos lo han denunciado con su boca pequeña. Otros de forma más contundente, pero excusando o justificando los motivos de los atacantes.
En todo caso, lo que es evidente es que quien juega con fuego se quema. Es fácil achacar la culpa a los agitadores de extrema derecha o al efecto perverso de los algoritmos de las redes sociales. Si bien es fundamental regular tanto una cosa como otra, la solución final no puede pasar sino por abordar las causas de fondo revisando la definición de las identidades nacionales, abordando los malestares sociales acercándose a los que se sienten abandonados y despolitizando de forma urgente los discursos y políticas sobre inmigración, incluyendo todas las fuerzas políticas sin excepción.