Nostalgia del sofisma

 Según un informe de la Fundación V-Dem, todos los progresos democráticos alcanzados en las últimas décadas “se han esfumado”. El 78% de la población mundial, casi seis mil millones de personas, viven hoy bajo regímenes autocráticos, una proporción que nos devuelve al año 1986, a las vísperas del final de la Guerra Fría. Por primera vez en dos décadas, hay más gente gobernada por “autocracias cerradas” (un 28%) que por “democracias liberales” (tan solo un 13%). El informe indica que en 2022 cuarenta y dos países estaban en proceso de “autocratización”, entre ellos EEUU y Brasil, pese a la victoria in extremis de Biden y Lula sobre Trump y Bolsonaro: el paso de la derecha por el poder siempre deja fósiles institucionales difíciles de doblegar. Menos libertad académica y cultural, menos libertad de expresión, menos credibilidad electoral, menos derechos civiles, ésta es la tónica que se impone en el mundo por una especie de réplica viral en la que la dependencia comercial de las democracias respecto de las autocracias (pensemos en el poder económico de China, Rusia o Qatar) debilita aún más las resistencias liberales.

Lo más deprimente del informe es seguramente el patrón a partir del cual V-Dem juzga los avances y retrocesos democráticos. Si nos fijamos en el ranking incluido en la conclusión del trabajo, resulta que Alemania y Australia se encaraman en lo más alto, pero España ocupa una dignísima decimosexta posición, por delante de EEUU, Francia o Grecia. No desprecio lo que tenemos y estoy dispuesto a defenderlo; no son tiempos para dejarse llevar por la corriente, que conduce cada vez más deprisa a una cascada sin retorno. Pero tampoco debemos olvidar, y menos en vísperas electorales, las cada vez más angostas limitaciones de nuestras “democracias liberales”. Como le decía a un queridísimo amigo de la CUP, “si la democracia se reduce a evitar por los pelos que gobierne la ultraderecha, la ultraderecha acabará gobernando”. Si España está en lo más alto del ranking, ¿qué mundo nos describe esta lista? Por referiros solo a las últimos días, recordemos que el TEDH acaba de reprobar la decisión del Tribunal Constitucional español, que había confirmado una sentencia contra un sindicalista gallego que se había referido a “la puta bandera” y había confesado su deseo de quemarla; y recordemos asimismo el escandaloso caso de lawfare contra Mónica Oltra, revelado mediante un informe policial que se retuvo intencionadamente a fin de que no saliera a la luz antes de la elecciones del 28M. España es uno de los países más democráticos del mundo en un mundo que ha dejado de creer en la democracia.

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Porque eso es lo que, a mi juicio, no es capaz de medir ningún informe y lo que hace muy difícil frenar el precipicio. Más allá de los regímenes en trance de autocratización, algunos ya en el seno de la UE, lo relevante es la desdemocratización contagiosísima de las poblaciones. Es verdad: la abstención endémica y estructural ciñe en Occidente desde siempre un sector de las clases más desfavorecidas a las que nunca se ha conseguido integrar en las instituciones por la vía de la representación. Y es verdad: fuera de Occidente, en el llamado Sur Global, los valores democráticos, asociados con una Europa hipócrita, avariciosa y colonial, siempre han despertado más suspicacias que adhesiones, como lo demuestra ahora la facilidad con que el criminal imperialismo ruso difunde su propaganda anti-imperialista y anti-occidental. Pero hay un fenómeno relativamente nuevo, transversal a la clase media global, que voltea la curva democrática ascendente que comenzó titubeante tras la derrota de la URSS y se cerró con la derrota de las “revoluciones árabes”. Lo que se ha llamado trumpismo tiene que ver sin duda con la manipulación por parte de “élites anti-élites” (por utilizar la afortunada expresión de Amador Fernández Savater) del malestar de las clases medias, que se sienten amenazadas por el neoliberalismo, por la ciencia y por -digámoslo así- “la pérdida de todos los nombres”. Pero en un contexto como este lo determinante es el discurso; es decir, el tipo de discurso que se desprende de, y que reproduce, una atmósfera en la que de pronto lo más fácil, lo más sano, lo más legítimo, lo más sensato es encontrar un líder y un enemigo: encontrar un líder que nos señala un enemigo. Esto sirve, desde luego, para las ultraderechas, pero también, a menudo, para la izquierda española y para el independentismo catalán.

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Me cuesta trabajo explicarme, por ejemplo, el éxito electoral del nacionalismo madrileño de Díaz Ayuso. Me niego a creer que nadie haya querido recompensar los 7000 ancianos muertos en las residencias, la corrupción de su hermano o el desmantelamiento de la sanidad publica. Los votantes de Vox y del PP son tan razonablemente tontos y tan prosaicamente malos como yo. No pueden querer el Mal. Pero tampoco podrá nadie decir que han sucumbido al carisma de Ayuso, a su inteligencia demoníaca o a su retórica ciceroniana. Ayuso no tiene discurso; no utiliza argumentos; no intenta persuadir a su interlocutor. Ese es otro indicio fatal del proceso de deterioro democrático que estamos viviendo. Hace unos días hablaba yo en la radio de “la nostalgia del sofista”. Los sofistas, combatidos por Platón, nacieron en el marco de la democracia ateniense de los siglos V-IV a. de C. Yo, que soy muy platónico, no puedo dejar de recordar con envidiosa melancolía el esfuerzo que hacían Protágoras o Gorgias o Hipias en las tribunas públicas por convencer al oyente mediante sofisticados artilugios mentales, por articular argumentos persuasivos y envolverlos en fórmulas retóricas irresistibles. Esa era la vieja política de la vieja hipócrita Europa: lo que, en definitiva, llamamos, y llama el informe V-Dem, “democracia liberal”. Contra ella, y con razón, la nueva política (incluido el procesismo catalán) intentó en la última década un nuevo proceso constituyente articulado emocionalmente en torno a verdades comunes y sentimientos intensos compartidos. Nada de sofismas: ilusiones colectivas positivas. Se podía haber llegado más lejos y mejor, es verdad, pero lo cierto es que el fracaso del “populismo de izquierdas” franqueó el paso a un destropopulismo de sentimientos igualmente fuertes pero negativos. Un sector de la izquierda en retroceso vuelve ahora a las “verdades como puños”, olvidando que son los puños, y no las verdades, las que se sienten en el cuerpo; y que, si se trata de movilizar a puñetazos, la derecha siempre tiene todas las de ganar. Así que intentemos regresar al sofisma, por favor, antes de intentarlo de nuevo contra el capitalismo.