El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en el Centro Kennedy para las Artes Escénicas en Washington.
23/03/2025
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Tengo la sensación de que la miserable exhibición de insolencia de Donald Trump cuando recibió a Zelenski en Washington marca un momento de cambio. Desde entonces, el presidente americano ha empezado a dar señales de pérdida del control de la escena. Los jueces empiezan a rebelarse, la ciudadanía da las primeras señales de discrepancia y desafección, la reputación de algunos de los magnates que lo impulsan decae, Europa empieza a marcar posición. Y la inconsistencia del relato de Trump se hace sustantiva. Parece que era el hombre que tenía a Vladimir Putin bajo control y, nada más empezar, ya se ha visto que Putin le aplica el regate corto: cuando lo tiene delante, las fantasiosas promesas de Trump decaen. Daba las negociaciones por encarriladas y, en el primer intento de concreción, salió con la cola entre las piernas. Un impreciso acuerdo de un mes sin ataques a centrales energéticas es lo único que Trump ha logrado de su movimiento estrella: la conversación telefónica con Putin. Y mientras Europa empieza a exhibir cierta voluntad de rearme y coherencia, la estrategia rusa de marear la perdiz se hace evidente. En el entretiempo, China, hasta ahora muy discreta y convencida de que el ruido de Trump tiene un recorrido limitado, empieza a enseñar la cara. No sea que alguien fantaseara sobre su discreción. Los chinos están aquí, apostando por capitalizar el desconcierto occidental.

Nada nuevo: mientras haya sociedad habrá poder y, por tanto, ideología, entendida como la intermediaria entre el hombre y la cruda realidad. Toda sociedad necesita dotarse de sentido y alimentar cierto imaginario propio. Digo dotarse de sentido de una forma muy consciente. Parto del hecho de que el ser carece de sentido, pero el sentido es necesario para la vida. El sentido como ilusión querida.

El hombre es un animal que narra, y hay que volver a contar historias. La crisis actual de la política explica en parte el fracaso de haber dejado pudrir los relatos. Ahora mismo nos encontramos en un espectáculo de machos irados, que ha servido para que la incertidumbre desborde a Europa. Pero en la sociedad compleja, las historias ya no pueden ser globales ni definitivas. Debemos acostumbrarnos a que la multiplicidad de fines (individuales y de grupo) pueblen el espacio social y suplan cualquier gran finalidad única y exclusiva. Y esto, paradójicamente, en un mundo, en cierto sentido, más conectado, más interrelacionado.

Finalmente, el futuro de la convivencia humana depende de que realmente consigamos diferenciar el ámbito de lo convencional del ámbito de lo fundamental, de modo que se puedan pactar las reglas del juego colectivo sobre la base del máximo de libertad posible sin que nadie desenfunde su fundamentalismo para tirar contra los demás. Sería la segunda revolución laica. Es mi modesta utopía.

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