

Los dos grandes partidos del independentismo han protagonizado otra semana estelar. No hace mucho, nos congratulábamos del acuerdo entre PSOE y Junts sobre la inmigración, y de que ERC le aplaudiera. Puigdemont también se felicitó (con la boca pequeña) del acuerdo por la condonación parcial de la deuda autonómica, y permaneció callado cuando Turull acusaba a ERC de pactar un traspaso fake de Cercanías. En el reciente congreso del partido, Junqueras insistió en esa dirección y proclamó, ante "mi amigo Jordi Turull" que los avances en materia de autogobierno, ya fueran mérito de Junts o de ERC, debían satisfacer a todos los independentistas. Pero pocos días después, junteros y republicanos ya se llamaban de todo, en el Parlament y en el Congreso de Diputados. O Puigdemont y Junqueras no tienen autoridad sobre los respectivos peones, o ya les va bien espolear la trifulca sin ensuciarse las manos.
Hay que admitir que los representantes electos de Junts han sido especialmente beligerantes después de las últimas elecciones, donde esperaban que ERC se negara a negociar con el PSC, para forzar una patriótica repetición electoral que convenía en Puigdemont (no sabemos por qué). ERC no se dejó impresionar y negoció con Isla un modelo de financiación singular, que Junts ridiculizó de forma inmediata. Lo mismo ha hecho con el traspaso de Cercanías. Son dos operaciones de alta dificultad, que piden tiempo, tenacidad, y sobre todo que no haya zancadillas. Sin un alineamiento entre los dos partidos independentistas, es muy difícil que todo esto salga adelante. Algo que, por cierto, también ha comprobado Junts después de pactar la amnistía o la oficialidad del catalán en Europa.
La actitud de Junts se ve agravada por su estrategia del bastón y la zanahoria, por la que de vez en cuando se alinea con PP y Vox para tumbar iniciativas del gobierno Sánchez. En algunos casos lo hace por afinidad ideológica; en otros por la adicción al foco mediático. La ley de la agencia de salud pública, que había sido pactada con enmiendas de ERC y Junts, fue tumbada en el Congreso como represalia por el desacuerdo con el PSOE en otra materia.
Aunque en términos generales la actitud de ERC es más prudente, existe un factor con nombre y apellidos que equilibra las fuerzas: Gabriel Rufián. Esta semana ha sido especialmente locuaz, acusando a un diputado de Junts de "miserable" ya otro de "rata". En ambos casos eran respondidas a ataques previos, quizás injustos; pero Rufián tiene demasiada afición a las palabras gruesas que garantizan titulares. Francesc de Dalmases le replicó comparándolo con los nazis, pero Dalmases es un diputado irrelevante, mientras que Rufián –he aquí el problema– es el dirigente más conocido y con mayor repercusión dentro de ERC. Es él quien marca la temperatura de las relaciones con Junts, tanto o más que Junqueras. Y sus exabruptos hacen que los de Junts se victimicen y que la estrategia pretendidamente moderada de Junqueras salte por los aires.
Rufián obtuvo grandes resultados por su ingenio y su chulería calculada. Contribuyó a reforzar el perfil mestizo y zurdo del partido, ya disipar sus complejos frente al poderoso entorno convergente. Pero su vehemencia, y su notoriedad, hinchada por el periodismo español de izquierdas (por razones nada inocentes), pueden ser un contrapeso excesivo al liderazgo de Junqueras; el liderazgo narrativo, al menos. Quizás me digan que es un ejercicio de poli bueno/polio malo, de los de toda la vida. Si es éste el caso, me parece que no acaba de funcionar: en el cine, el poli bueno suele ser el protagonista.