Que se hayan producido errores graves en los enunciados de algunas pruebas de selectividad (errores por parte de los examinadores) no es una anécdota: indica las consecuencias de las formas de enseñar, que, por los motivos o teorías que sea, renuncian no tan sólo a la exigencia como valor abstracto, sino a las habilidades –muy concretas– que se adquieren con la lectoescritura. Uno de los días de la selectividad (o de las pruebas PAU, como se quiera llamar) un docente hacía declaraciones a La mañana de Catalunya Ràdio: decía que las faltas de ortografía siempre eran un capítulo "muy vistoso" de las calificaciones, pero que había "muchas otras cuestiones", tanto o más importantes, a examen.
En la enseñanza existen muchas cuestiones de gran importancia, pero una de ellas, sin duda, es que los alumnos tengan un dominio suficiente de la gramática. Ya sé que estamos muy lejos de lo que voy a escribir a continuación, pero una persona que comienza estudios universitarios sencillamente no puede cometer faltas de ortografía. Ni de léxico, ni de sintaxis. Se debe poder expresar correctamente por escrito y, tanto o más importante que esto, debe ser capaz de comprender bien un texto escrito. También los textos literarios y académicos más exigentes. A los dieciocho años, la capacidad intelectual de uno o una joven está plenamente desarrollada, y sus habilidades lectoescritoras deben ser óptimas. Renunciar a este mínimo –o rebajarlo– conducirá a los alumnos a la frustración cuando en el futuro tengan que realizar trabajos que requieran un conocimiento especializado y se encuentren que no tienen las aptitudes necesarias para llevarlas adelante. Como, por ejemplo, unos o unas enseñantes que no saben formular correctamente las preguntas de diversas pruebas de selectividad.
Hace cierto pesar tratar esta cuestión, porque a la vez creo que hay que mantener, por encima de todo, confianza y respeto en los docentes, que son los que se enfrentan, día a día, a las inagotables casuísticas que se producen en las aulas . Y estoy seguro de que es necesario rehuir por completo los discursos alarmistas y apocalípticos de letraheridos y periodistas, tan abonados a la gesticulación ya las frases pomposas. Ideas como las supuestas conjuras contra la literatura y las humanidades, o discursos ofuscados y obtusos, que quieren suponer que la enseñanza de los años ochenta y noventa era óptima mientras que la actual es pésimo y responde a la voluntad de derrumbar el país: todo esto no tiene sentido y no sirve para nada, a menos que sea para obtener aplausos fáciles. O por consolar fracasos y resentimientos propios.
Ahora bien, el problema con la lectoescritura está ahí, y queda reflejado en los informes PISA. En esta materia, la indolencia y la condescendencia, la frivolidad que representa el rechazo del esfuerzo, o la prepotencia de quienes están convencidos de saber más sobre educación que todas las generaciones precedentes, tienen resultados calamitosos tanto para los individuos en particular como para a la sociedad en su conjunto. Resultados que se ven también en unas comunidades humanas cada día más propensas a la crispación, el enfrentamiento y la violencia.