Una nueva inteligencia para combatir la xenofobia
Decididamente, el debate político interno del país se ha focalizado en la cuestión migratoria. Decirlo "debate" quizás es una manera demasiado fina de calificarlo porque los términos de la discusión van del rifirrafe de perfil bajo agotadora y paralizando al insulto grueso que exaspera y hace perder los papeles. Una dialéctica que deja relativamente poco espacio para el diálogo reflexivo y razonable. La inmigración, que para unos es la madre de todos los males y para otros el camino de redención de todas nuestras maldades, polariza la conversación pública y parece llegar a determinar la futura representación política parlamentaria por encima de todos los otros ejes de confrontación.
Se trata de una dinámica que suele reducirse a un inútil sí o no a la inmigración, por otra parte, de imposible traducción en términos de gestión porque las reglas de juego no nos pertenecen. El caso, sin embargo, es que esta reducción tan simple esconde todo un grupo de deliberaciones realmente relevantes y que son las que deberían ocuparnos. En primer lugar, el modelo productivo que llama al inmigrante porque lo necesita. Añadamos los cambios demográficos, particularmente el envejecimiento y la baja natalidad. El drama de la vivienda, cuya escasez, como un dominó, hace que cuando tumba una pieza en un rincón, el movimiento se extiende hasta extremos aparentemente inconexos. Es decir, el hacinamiento de recién llegados en un minúsculo décimo piso sin ascensor aumenta la demanda y llega, sin solución de continuidad, al estudiante que no puede pagar una habitación o al hijo que no puede emanciparse.
Aún más. La polarización en el debate migratorio es consecuencia del colapso e impotencia de los servicios públicos, particularmente el sanitario y el escolar, en los que el inmigrante es tanto causante involuntario como víctima inocente. Un impacto que paga todo el mundo, eso sí, de forma "democrática". De los servicios de urgencias que parecen un hospital de campaña en guerra en cualquier escuela donde la atención a la diversidad se come toda la atención en el currículum. Y qué podemos decir de los errores de determinadas políticas sociales bienintencionadas que no habían previsto sus consecuencias no deseadas. O de las realidades vistas con gafas de percepción aumentada relativas a la seguridad pública.
Desgraciadamente, de todo ese malestar se hace un uso partidista infame. No entro a discutir ideas delirantes como las del diputado de los Comunes, David Cid, en este mismo diario ("Somos 8 millones, y si somos 10, mejor", 19 de septiembre) porque dos días después ya lo hizo con rotundidad Miquel Puig en "La distopía de los 10 millones". Pero sí es inevitable calificar de miserable que Podemos considere que querer asumir las competencias estatales de inmigración como exige Junts sea una muestra de racismo. En cualquier caso, el único racismo posible —aparte del suyo con los catalanes— es el que ya existe en las mismas leyes españolas, cuya ejecución se reclaman. Cómo es repugnante la indiferencia que merecen estos insultos por parte de quienes deberían aplaudir la asunción de competencias. Las indisimuladas ganas de vincular Junts al ideario de Aliança Catalana son uno de los intentos más perversos de la actual política catalana y española. Pero ya se sabe que el partidismo come toda decencia política.
A todo este clima de confusión se añade el hecho de que se sigue hablando de la inmigración como si estuviéramos en el siglo pasado. Las viejas categorías todavía habituales del debate no se ajustan a las nuevas realidades. ¿Cómo seguir hablando frívolamente de la "integración" del inmigrante cuando el perfil de la sociedad receptora se ha convertido en tan heterogéneo? ¿Cómo pensar que son los discursos de odio la causa de casi nada, sino las duras condiciones de vida y las expectativas frustradas que les causan? ¿Por qué mentalidad colonial en los cálculos sobre extranjeros e inmigrantes no se cuentan los que vienen de España? ¿De qué sirve seguir negando obviedades que todo el mundo ve en la calle —y sí, duelen—, supuestamente para evitar prejuicios y estigmas, cuando lo que hacen es justamente crear y alimentar un clima de más sospecha y más desconfianza?
Que el problema no es la extrema derecha sino lo que la hace crecer, debería ser una obviedad. Aquí y en todas partes. Y que es necesario ser capaces de reconocer con coraje de qué problemas reales se alimenta, y no confundirlos con aquellos de los que se disfraza astuta o insensatamente, otra evidencia. Pero permítanme acabar con un llamamiento a la esperanza. Si en su momento, hace cincuenta años, con tantas o más dificultades, los catalanes fuimos capaces de pensar la inmigración con una inteligencia ética y política avanzada, en términos cauterizadores de las heridas sociales y humanas, ¿por qué no podemos volver a hacerlo?