Partidos y democracia: reforma o suicidio
Los partidos políticos son piezas básicas del sistema democrático. Indiscutible. Y al mismo tiempo, los partidos políticos son hoy responsables directos del distanciamiento ciudadano con respecto a la democracia como sistema de representación y gobernación. Esta contradicción se ha ido haciendo tangible en las últimas décadas como cuestión crítica y parte de la explicación del crecimiento de las opciones populistas y antidemocráticas.
Están vigentes desde la Transición dos elementos fundamentales del sistema democrático: la legislación básica sobre organizaciones políticas y el sistema electoral de base proporcional. La regulación española (y catalana) otorga un poder exclusivo a los partidos políticos en la doble función de representación de la ciudadanía y de selección de cuadros destinados a puestos de responsabilidad en las distintas instituciones.
La legitimidad de los sistemas proporcionales está más que acreditada, pero también sabemos que incluye criterios como el de listas "cerradas y bloqueadas" que limitan y perjudican la relación directa entre electos y electores. Más allá de los cabezas de lista y de los candidatos a presidir gobiernos o ayuntamientos, los partidos políticos ya no son capaces de mantener viva la interlocución con la ciudadanía a la que teóricamente representan.
¿Alguien sabe quién es "mi diputado"? ¿Quién conoce, más allá del entorno partidario y social inmediato, los componentes de una lista u otra electoral? ¿Cómo evaluar o criticar su actuación legislativa, o el contacto directo con su electorado?
La buena intención inicial (1978), que pretendía garantizar el pluralismo político y el respeto a las minorías, ha derivado en la desconexión evidente entre las fuerzas políticas y el conjunto de una sociedad que ha perdido buena parte de la confianza y del respeto exigibles a sus representantes. Las virtudes del criterio proporcional se vieron minimizadas desde el primer momento por la definición de circunscripciones provinciales que favorecían (o imponían) un bipartidismo considerado como garantía de estabilidad del sistema.
En nuestro país se dan, pues, las condiciones que llevan a los partidos a un creciente "organicismo", es decir, a la autorreferencia y al predominio de pequeños conflictos de poder interno, bastante alejados del interés general. Resultado: las direcciones de los partidos viven encerradas en sí mismas, inquietas por las encuestas o tratando de colocar a los "suyos" en alguna administración, empresa o diputación. En perjuicio de tanta militancia implicada, vocacional y honesta, pero silenciada también por una lealtad tan comprensible como acrítica.
Se ha roto el contrato básico de confianza entre partidos y ciudadanía que da sentido al funcionamiento de nuestro sistema democrático. Peor: se ha generado un distanciamiento evidente y una actitud de rechazo explícito que se traslada paulatinamente al concepto mismo de democracia. Más aún si añadimos los comportamientos asociados con la corrupción, que ya contamina todo el sistema, con los casos de violencia machista en el entorno de este u otro partido y con las frecuentes alianzas entre grupos que contradicen la voluntad expresada por los electores mediante el voto. Todo ello contribuye al crecimiento, y quizás al éxito electoral, de nuevas ofertas políticas basadas en un lenguaje "antisistema" y en la promesa de respuesta inmediata a las cuestiones que partidos y gobiernos democráticos parecen incapacitados para resolver.
¿Por qué nos hemos resignado a aceptar que nuestro sistema electoral y de partidos es inamovible e intocable? ¿Por qué no hemos podido, pese a los reiterados anuncios de unos y otros, empezar un proceso de reforma real para acordar los cambios legislativos imprescindibles? ¿Por qué los partidos esconden la cabeza bajo el ala para no tener que constatar el desastre que la situación implica para la democracia y para sí como exponentes del sistema?
Estas preguntas tienen respuestas positivas si ponemos delante la calidad de la democracia que queremos que nos identifique como sociedad. Un cambio tan sencillo como el de la elección directa de alcaldes y representantes territoriales sería un primer paso en buena dirección.
Vista la incapacidad para salir de su madriguera de comodidad, exigimos al conjunto de los partidos, desde la sociedad civil, la apertura del proceso de reforma que deberá dar como resultado un nuevo impulso democrático que la ciudadanía pueda hacer suyo. Una reforma profunda y visible que nos devuelva la democracia viva y que, de paso, evite el suicidio paulatino de nuestros queridos e imprescindibles partidos políticos.