El atentado contra Trump tiene unos efectos tan evidentemente convenientes para su campaña (los efectos inmediatos, al menos) que es comprensible la inclinación de muchos a cavilar ya fantasear. La determinación que muestra Trump al volverse a levantar, y la forma en que embiste el espacio delante, como un animal herido, mientras los agentes de seguridad deben luchar con él para sacarlo del escenario y él levanta el puño y grita "¡lucháis!, lucháis!" a sus seguidores consternados, es una escena indiscutiblemente épica. El tirador, ese Thomas Matthew Crooks de veinte años, es un individuo sin pasado, con un perfil ideológico confuso, que se adecua al perfil del lobo solitario, el colgado ideal para hacer de chivo expiatorio, como un Lee Harvey Oswald de la vida . El resultado es esta foto de Trump con el puño en alto, la sangre en el rostro, la bandera ondeando detrás sobre un cielo en tecnicolor. Realmente no falta detalle.
Trump y su gente asaltaron el Capitolio, eso no debe olvidarse. Pero ni el gabinete de campaña más dopado de postpolítica se arriesgaría a disparar a su candidato en la cabeza con un fusil de asalto para ganar unos puntos en los sondeos. Además, las conspiraciones americanas ya dan pereza. Series interminables, películas de más de tres horas, espesos noveles de mil páginas. Fuera.
Lo verdaderamente inquietante de este episodio es que representa la enésima constatación, por si fuera necesario, del desplazamiento de la política por el espectáculo. El siglo XXI empezó con los atentados del 11-S, todavía insuperados en cuanto a capacidad de impacto en el espectador, y desde entonces los ciudadanos de Occidente vivimos en un bucle en el que la política imita la ficción y la ficción va a rebufo de la política. Es un festival de sensaciones, de emociones, de impresiones fuertes que se producen sin tregua, por lo que cada una viene a superponerse a las anteriores y todas tienen la pretensión de ser históricas, icónicas. Cada una de las imágenes que nos sacuden, que nos estorban, que nos estorban, que nos perturban y nos hacen imaginar historias de complicadas confabulaciones, se presenta con la suposición que contiene la verdad. ¿Qué verdad? Una definitiva, una respuesta a alguna pregunta decisiva que seguramente (nos viene a decirnos) no hemos sido capaces de plantearnos, porque hay unos poderes que nos ocultan parte de la realidad. Pero lo cierto es que estas imágenes no contienen nada. Están vacías.
Trump tiene ahora buenas expectativas electorales no porque haya aportado idea alguna a la gobernación del país, ni siquiera porque tenga una oratoria brillante. Las tiene porque ha protagonizado una escena sensacional, porque encuentra la forma de vender siempre sensaciones fuertes (y aprovechar la debilidad del adversario, se llame Joe Biden o Hillary Clinton). Así es la política en el corazón del imperio, porque EEUU, por mucho que se les acuse de decadentes, sigue siendo el corazón del imperio, y lo será aún bastante tiempo. Y en consecuencia, así es también en la periferia y en las provincias, donde se siguen imitando con poca gracia las películas americanas.