El pesebre

Ya ha pasado Navidad. Navidad y San Esteban. Este par de fiestas que tienen en nuestro país una carga especial de familia, ternura y muchas veces una pizca de ramplón. Ahora, las fiestas navideñas se han comercializado, se han contaminado con tradiciones foráneas. Tenemos abetos adornados, regalos debajo del árbol, tenemos parenoeles y renos y trineos, tenemos jerséis bordados con toda esta imaginería llena de colorines. Nuestros turrones van siendo acompañados por el omnipresente panettone, que alguien, el otro día, en la radio, ya le buscaba traducción catalana. Uno propuso panetón; otro, incluso, panot, en referencia a las baldosas que pavimentan las aceras de Barcelona. Yo le dejaría en italiano, que así no nos engañemos sobre su origen. También nuestros punzantes galleranos —nuestro acebo prohibido— han sido sustituidos por las mexicanas ponsetias, o flores de Navidad, que lo llaman, cultivadas en inmensos invernaderos. Y el musgo también está protegido. Ya no se puede ir al bosque a recogerlo. Yo he comprado a una florista y me dijo que venía de Soria. Sin musgo, ¿cómo haremos el pesebre? Quizá debería decir: ¿cómo lo harán? Quizás ya no lo harán. Las tradiciones se van haciendo poco a poco. Y acaban deprisa. O quizás se van perdiendo lentamente. No sé. El caso es que yo todavía he hecho este año pesebre, más pequeño que otros años, pero con todo lo que tiene que haber.

Está el portal, claro, con el buey y la mula, para calentar con el vaho los piececitos, nudos, nudos, del Niño, que es el protagonista de la fiesta. Lo velan San José, bastante perplejo, y María, la Virgen María. Encima del portal hemos puesto el ángel, el que canta el aleluya. Y, a su lado, ponemos siempre una lechuza, por aquello del enlace mental con Atena. Sobre todo este año que no todo sea judío. También ponemos un pequeño cocodrilo junto al estanque donde está la mujer que lava. Y en el camino, siguiendo la comitiva de los pastores, siempre ponemos a una pareja que puede sorprender: un tigre y una oveja. Pero es un remoto homenaje a Isaías (XI). Un guiño. También, a los pies del Niño, ponemos una alfombra de dibujo persa, un regalo útil, que no todo debe ser oro, incienso y mirra. Con el oro, supongo que san José pudo montar el taller de carpintería de Nazaret. Pero del incienso y la mirra ¿qué hicieron? No sé. También está el caganer, esa figura tan teológicamente cargada de sentido. Si el Niño se ha hecho hombre, significa que ha adquirido nuestra humillante condición humana. Y los humanos somos parientes de las bestias, con todo lo que supone. Pasar hambre, comer y defecar. Un pesebre sin caganer es un pesebre carente de ese sentido profundo de lo que significa hacerse hombre.

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Nuestro pesebre es pequeño, concentrado, pero está aquí, en un rincón de la sala y siempre tenemos encendida una vela, que simboliza nuestra presencia en este mundo pequeño y tierno donde no nos daría ningún miedo perdernos. ¡La perfección de este escenario algo payés, ancestral, como contrasta con la locura de este nuestro mundo, lleno de guerras, traiciones, hambre y enfermedad! Corrupción y podrimenero. Todo por el poder, todo por el dinero. Hombres y mujeres y criaturas que huyen de su casa, unos porque les echan, otros porque quieren vivir como nosotros, los occidentales, con nuestro confort, nuestra seguridad, nuestras oportunidades. Vienen de todas partes, confiados, llenos de coraje. Se juegan la vida para conseguir ese ideal. Y no saben lo que les espera. Dolor, hambre, frío y el estremecimiento de un cambio de cultura, de costumbres. Están deslumbrados por nuestras pantalillas, por nuestros anuncios llenos de lujo y vida fácil. No saben que aquí también hay miseria, que aquí también, aunque no caigan bombas, aunque los drones no nos acechen de noche y de día, también muchos no tienen hogar, y pasan hambre, tienen frío, no tienen futuro…

Las ciudades de Ucrania, destrozadas; la Franja de Gaza, arrasada. Éste debería ser nuestro pesebre de este año y me temo que de muchos años venideros. Ruinas y devastación provocadas por la tontería humana. Por el afán de poder, por la sed de venganza.

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Pero yo defiendo nuestro pesebre humilde, que viene de tan lejos, de aquel pobrecito de Asís que, dicen, lo dio todo por los demás. Yo defiendo la identidad de quienes la han afeionado desde hace siglos. Que vengan de todo el mundo, que el Niño de nuestro belén les acoja con los brazos abiertos, y nosotros también. Pero sin perder nuestra idiosincrasia, lo que nos ha hecho como somos. Que aprendan a hacer un belén.