Pinilla y un universo de 12 kilómetros cuadrados

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Ramiro Pinilla.

Creo recordar (no me fío demasiado de mi memoria) que Rosa Montero entrevistó una vez a Harrison Ford e inició el texto con una frase de advertencia: “Esta es una entrevista hecha desde el embeleso”. Yo también estoy obligado a ponerles sobre aviso: esto se escribe desde el embeleso. La obra de Ramiro Pinilla (1923-2014), de cuyo nacimiento se cumple un siglo, me parece una de las cumbres de la literatura vasca y española. Pinilla es también uno de mis héroes personales. Fue un tipo peculiar, lúcido e íntegro. Avisados quedan.

Los grandes escritores se forman en la infancia, aunque a veces ni ellos mismos se den cuenta. Algunos recrean una y otra vez el lugar de su niñez. Gabriel García Márquez convirtió su Aracataca natal en Macondo. William Faulkner concentró las viejas historias de su Misisipi en el condado imaginario de Yoknapatawpha. Pinilla no se tomó la molestia de cambiar nombres. Hizo de Getxo y de la playa de Arrigunaga, donde pasó de niño las vacaciones y donde se estableció para siempre en cuanto pudo, un universo completo. Getxo está a 14 kilómetros de Bilbao y ocupa menos de 12 kilómetros cuadrados. Pinilla logró que en esas 1.189 hectáreas cupiera todo.

La periodista y escritora María Bengoa, compañera de Pinilla en sus últimos años, acaba de publicar una hermosa historia sobre la primera vida del escritor. Se titula El mar de Arrigunaga. Se lee como una buena novela porque Ramiro Pinilla era un personaje novelesco. Tanto como para tener al menos dos vidas.

Pinilla fue un joven tímido y empecinado que se refugiaba en la escritura. Se diplomó como maquinista naval, hizo navegaciones oceánicas a bordo de un vapor en cuyas entrañas descubrió el infierno (el que habitaban los paleadores de carbón) y al fin optó por una modesta existencia como oficinista de la compañía bilbaína de gas. Ejerció como escribidor durante años: redactaba textos para el reverso de los cromos que imprimía la editorial Fher, ensobraba esos mismos cromos, componía biografías por encargo y parecía no tener otro objetivo que ahorrar lo suficiente para comprar un terrenito en Getxo.

Compró el terreno, levantó una casita que llamó Walden (en homenaje a su idolatrado Henry David Thoreau), acumuló fracasos en la cría de conejos y gallinas y siguió siendo el Bartleby que acudía cada mañana a la oficina municipal y cada tarde a la oficina de Fher. Redactaba sin descanso. Y escribía cuando los jefes salían a comer, o en el tren. No fumaba, no bebía. Sólo la devoción por sus tres hijos le permitía evitar ser devorado por la obsesión literaria.

En 1960, agobiado por las deudas, se presentó al premio Nadal, dotado con 150.000 pesetas. Lo ganó con su primera gran novela, Las ciegas hormigas. Inmediatamente fue despedido por los dueños de Fher, con el argumento de que un escritor de éxito no podría rendir al máximo como escribidor industrial. Ahí terminó su primera vida.

Después del premio Nadal, Pinilla optó por publicar en pequeñas editoriales y por crear negocios culturales sin ánimo de lucro que, en efecto, no resultaban nada lucrativos: una editorial que vendía libros a precio de coste o un modesto periódico local que ETA destruyó con una bomba. En las primeras elecciones de la democracia formó parte de la lista del PCE en Vizcaya pero no tardó en alejarse de la política. Salvo por una intentona de ganar el Planeta en 1971 (quedó finalista), Ramiro Pinilla regresó voluntariamente a la condición de escritor semidesconocido.

En 1986 publicó en Libropueblo, su editorial no lucrativa, algo llamado Verdes valles, colinas rojas. Nadie se enteró. Casi 20 años más tarde, entre 2005 y 2005, Tusquets sacó a la luz una trilogía (La tierra convulsa, Los cuerpos desnudos y Las cenizas del hierro), genéricamente denominada Verdes valles, colinas rojas, que asombró a los lectores.

No existe un mejor retrato del siglo XX vasco. Hace de Getxo un universo mítico, crea personajes inolvidables (algunos de ellos irrumpen regularmente en otras obras de Pinilla, porque de puro reales acaban pasando por ahí) y consigue un formidable impacto (Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica) que, por pura lógica, debería haber traslado a su autor al ámbito de la celebridad.

Pero Pinilla era Pinilla. Le conocí en una feria del libro madrileña. Yo había publicado unos libritos sobre ciudades y tenía cierta concurrencia. En mi misma caseta había un hombre anciano al que nadie pedía firmas. Pinilla, claro. Por una vez, me atreví a solicitar una dedicatoria. Luego le visité en su Walden de Getxo, le entrevisté para la revista Jot Down y hablamos alguna vez por teléfono. En la última época de su segunda vida publicó tres deliciosas novelas detectivescas: Getxo daba para muchos misterios.

Ahora, con ocasión del centenario, ha aparecido una nueva novela, titulada El hombre de la guerra y escrita a principios de los 70. A diferencia de otras novelas de publicación póstuma, no causa vergüenza ajena. Más bien todo lo contrario: demuestra que Pinilla fue un prodigio inagotable.  

Enric González es periodista
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