Que nos podamos permitir una vida

Viendo los precios de los alquileres y de los pisos de compra, y comprobando cómo los sueldos van quedando claramente superados por el encarecimiento de la vida, no extraña que haya ganado las elecciones municipales de Nueva York un candidato que ha hecho campaña con eslóganes como "una ciudad que podamos permitirnos".

Pero temo que la alegría demostrada en la mayoría de medios por la victoria del alcalde Mamdani sea porque representa una derrota de Trump más que un aviso muy serio de dónde estamos: el capitalismo sigue creando riqueza pero la reparte cada vez menos –o mucho peor– que décadas atrás. Todo el mundo trabaja, pero cada vez hay más pobres. Crecen las cifras de exclusión social. Y los gobiernos que aspiran a corregir la situación con la redistribución vía impuestos siguen hurgando en los bolsillos de lo que queda de las clases medias empobrecidas, pero no se les ve el mismo celo a la hora de enfrentarse a las empresas que no hacen más que anunciar beneficios multimillonarios. Si cada año son necesarias más ayudas, al final los ayudados serán más que los ayudadores y el estado no podrá aguantarlo.

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Bajo una macroeconomía de crecimiento, cada vez hay más historias de precariedad y de no futuro, sobre todo entre los más jóvenes, para los que la idea de la meritocracia empieza a ser una broma de mal gusto. No es que no puedan permitirse una ciudad, sino que no pueden permitirse una vida. Y esto es devastador para todos.

El sistema ha tocado hueso y, con su marcha imparable hacia la concentración de riqueza, amenaza con arrastrar la democracia que nos vincula a través del contrato social. Hablaron de ello ayer en un debate con jóvenes en el Acto de Otoño que organiza la familia de Manuel Carrasco y Formiguera. Cuidado con esto que Cáritas ha llamado "la sociedad de la desazón".