En política los milagros –hechos extraordinarios que no pueden explicarse por causas naturales– no existen. Solo se suelen calificar de “milagros”, en un sentido irónico, aquellos cambios acomodaticios que, como decía Anselm Turmeda que hace el dinero, al que dice no le hacen decir sí. Los resultados electorales del 23-J están provocando muchos de estos falsos “milagros”, bien sea para acomodarse a ellos y no perder el poder que se tenía, bien para conseguir más. Pero, no nos engañemos, no veremos milagros de verdad.
Como digo, milagros en sentido irónico ahora mismo sí que se ven por todos lados. Así, todos aquellos que pronosticaban grandes divisiones en el interior de Junts por la estrategia negociadora, vista la actual situación de privilegio, han tenido que tragárselo ante la milagrosa unidad conseguida en torno al liderazgo del president Puigdemont. También, vistos los recientes malos resultados electorales, ha sido milagroso el cambio de discurso de ERC, que ha pasado de apoyar a Sánchez a cambio de nada –en relación a avanzar hacia la independencia– a apuntarse a mayores exigencias como la amnistía. Un milagro que ERC trata de disimular –a la desesperada– simulando que quien ha cambiado es Junts. Sin embargo, la intervención del pasado martes del president Puigdemont ha dejado clara cuál es la diferencia en las condiciones impuestas por unos y otros. Y también, en el sector poco o muy independentista, aunque no de milagros, podría hablarse de los malabarismos discursivos de la CUP.
Ahora bien, donde se producen las mayores maravillas es en el lado unionista. En este sector, cuyos equilibrios para formar gobierno son extraordinarios, estamos viendo prodigios aunque tampoco llegan a ser sobrenaturales. Del fugado que había que llevar esposado a prisión hasta el interlocutor con el que se negocia en Bruselas, o de considerar inconstitucional la amnistía hasta considerarla perfectamente legítima –y las piruetas que todavía veremos– hay unos saltos que tienen el riesgo de ser mortales. PP y PSOE –y Sumar– pueden desfigurar tanto como les convenga sus antiguas posiciones en relación a la independencia de los catalanes y la integridad de su patria, pero tienen un límite preciso: los poderes del Estado y, sobre todo, su propia implosión. También el presidente Mariano Rajoy, en su momento, podía reconocer en privado que el pacto fiscal que proponía el Parlament era razonable, pero carecía de la fuerza interna necesaria para evitar la revuelta de los líderes territoriales si lo aceptaba. Y ahora es Pedro Sánchez quien es poco probable que pueda ir más allá de los últimos indultos que ya lo llevaron a los límites de la tolerancia interna de su partido sin poner en riesgo su continuidad.
El president Carles Puigdemont el martes advertía de que la actual negociación no iba, en ningún caso, de salvar una legislatura, sino de encarar la resolución de un conflicto político. Pero me parece muy difícil, por no decir imposible, que ni PSOE ni PP puedan aceptarlo. Y no por voluntad política de sus dirigentes –que tampoco–, sino por la propia debilidad interna y externa desde la que pueden negociar. Desde mi punto de vista, este es el golpe de timón político que el presidente en el exilio habrá conseguido, seis años después: en lugar de seguir dividiendo al independentismo, quedará en evidencia la debilidad española y su división interna para poder afrontar el conflicto con los catalanes. El milagro de verdad ya no sería que existiera el acuerdo histórico que propone Junts, sino que el PSOE fuera capaz de cumplir las condiciones previas exigidas: reconocimiento de que somos una nación; legitimidad democrática del independentismo; abandono de la persecución judicial; existencia de una mediación que verifique sus cumplimientos y supeditación a los acuerdos internacionales que España ya tiene firmados en la materia.
España ha tenido cuarenta y cinco años para intentar evolucionar desde su nacionalismo uniformista y homogeneizador a una cultura política que reconociera la diversidad nacional –cultural, política y lingüística– del Estado. Pero no lo ha hecho. Su cultura política, su nacionalismo, se ha quedado donde estaba y mantiene todos los rasgos heredados del franquismo. Cambiarla en dos meses sí sería un milagro sobrenatural.