Como no tengo cuenta propia en Twitter, cada vez que he entrado porque me han enviado algún tuit que tenía que leer me he sentido como si estuviera delante de uno de esos bares donde solo había hombres, bares llenos de humo y ruido donde nunca faltaban las máquinas tragaperras tintineando sin parar o los borrachos de turno con sus monólogos sin sentido. Algunos incluso acogen encuentros de pajareros con las pobres bestias enjauladas yendo de aquí para allá. La comparación se hace casi literal. Cuando tú, como mujer, entrabas en uno de esos lugares tan extraños se hacía un silencio y todos se quedaban mirando. Para conseguir que te escucharan no te quedaba otro remedio que ponerte a gritar. Cuando era una rebelde tozuda me empeñaba en hacer lo que no me dejaban hacer, pisar terreno vedado aunque no me apeteciera, pero cuando llevaba un rato, pasada la sorpresa que despertaba en los parroquianos, pensaba: ¿qué hago aquí? Un lugar donde todo son hombres que no se extrañan ni un ápice de ser todos hombres ya se ve de una hora lejos que no es muy normal. Por eso cuando me he asomado a X, con la ventaja que me da no estar impregnada de las inercias que se han establecido, he visto que no solo no es un lugar para debatir sino que sirve como la válvula de la olla de presión social para descargar malestares y quejas neutralizando, en los casos en los que no hay un trabajo más importante y serio en el mundo físico, el posible potencial político que tiene conectar con tanta gente de forma directa. En la red de Elon Musk todo es exagerado, la crispación reina, la constante agresividad se transforma a menudo en violencia verbal explícita. No caben los matices ni las dudas. Y claro, tenéis razón los que me decís que es una manera rápida de acceder a la información, de contactar con gente y seguir temas de interés, pero, ¿a qué precio? ¿Soportar el aliento del machirulo en la nuca? ¿Exponernos a pequeñas dosis diarias de pensamientos delirantes que pueden acabar afectando seriamente a nuestro bienestar psíquico? No, gracias, prefiero las conversaciones de ascensor y seguir formando parte de una red más modesta que todavía me da una cierta paz en medio del ruido de la ciudad: la red que forman los escritores analógicos que han llenado páginas y más páginas para expresarse. Hay autores que ni con varios libros publicados sentimos que hayamos precisado lo suficiente lo que queríamos decir y en X esperan que en un número ridículo de palabras formulemos algo de interés.
Del fenómeno de las redes sociales lo que más me sorprende es que todos tengamos cuenta en ellas y las hayamos convertido en herramientas imprescindibles. ¿Qué hacíamos antes de que existieran? Quizás todo era más lento, claro, pero ¿por qué la velocidad, y más si es impuesta de este modo, tiene que ser necesariamente buena? El maltrato que recibimos las mujeres también plantea la duda de si necesitamos estar ahí. Participando en ello avalamos la imagen engañosa de que es un espacio para todos, pero hace tiempo que esto no es así. El problema no está solo en Twitter, por supuesto. Las últimas denuncias contra Meta en EE.UU. sobre la política interna de la corporación en cuanto a niños y adolescentes demuestran que hemos sido muy ingenuos depositando nuestra confianza en Zuckerberg. Los usuarios aceptamos sin ni leerlas (no hay ninguna posibilidad de negociar el contrato) las abusivas condiciones que nos imponen para poder utilizar estas plataformas y somos nosotros, con nuestra poca exigencia, el tiempo que les regalamos a cambio de recibir publicidad y darles más beneficios, quienes hemos convertido estas vías particulares de comunicación en auténticos monstruos, de dimensiones tan grandes que resulta cada vez más difícil para los estados frenar sus abusos utilizando la ley.