Estos refugiados "son como nosotros"

El estallido de la guerra en Ucrania ha producido, como mínimo, dos cosas. Una es la acción de la opinión pública, los medios de comunicación y las redes sociales. Se habla de guerra en Europa. Es terrible. No nos lo podemos creer. Tampoco se lo creyó nadie cuando estallaron las últimas guerras vividas por nuestros abuelos y bisabuelos, porque la guerra es increíble, aunque la tengas delante de las narices. Seguimos las noticias con angustia y tememos lo peor, que el conflicto se extienda o que acabe con el uso de armas nucleares. Hay quien compara a Putin con Stalin o con Hitler. Los historiadores se expresan con preocupación. A veces subrayan que, en historia, hay cosas incomparables. Otras veces, que la historia se repite. Los expertos en geopolítica hacen declaraciones. Intentan comprender, desde un análisis racional, qué está en juego realmente, superando nuestras pequeñas vidas cargadas de relativas minucias. Mientras tanto, miramos de encontrar parecidos: comparamos, asociamos, discernimos. Nos ayudan los expertos, los periodistas, los académicos. No siempre llegamos a conclusiones claras.

En paralelo, sin embargo, surge otro tipo de cosas. Forman parte del día a día: son cosas de poca monta. Hablamos de la guerra con amigos, con la familia, con los hijos, con los compañeros de trabajo. Hablamos de ella con el médico cuando nos visita, con la señora de recepción, con el guardia de seguridad, con la vecina del rellano. A nivel de calle hay movimiento. La gente se ha movilizado para ayudar a los refugiados ucranianos de una manera apasionada, mostrando un altruismo que habíamos olvidado. Es una muestra solidaria, con empujón y determinación. Algunas personas han cogido el coche para ir hasta la frontera con Polonia, y así, espontáneamente, se han llevado a madres con criaturas y gente mayor. Otros han recogido ropa o alimentos de primera necesidad. Los colegios de farmacéuticos han enviado medicamentos. Aquí hay un punto de solidaridad excepcional. Se trata de una emergencia que todo el mundo ha percibido claramente. Pero a la vez, en este mismo ambiente de heroísmo y cooperación, la gente ha empezado a decir cosas bastante inquietantes que tendríamos que escuchar atentamente. Nos tienen que hacer pensar, con el propósito de revertirlas. El otro día, por la calle, un señor le decía a otro: “Es que, a ver, en esta guerra los refugiados ya no son aquellos sirios con el rostro oscuro, que no conocemos de nada, sino criaturas rubias con los ojos azules, como las nuestras”. Y una conocida comenta, convencida: “Es evidente que nos movilizamos por los ucranianos porque son como nosotros, no podemos salvar a todo el mundo”.

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Son como nosotros. ¿Qué significa esto? Los centros de detención de aquí mismo están a rebosar. En algunos barrios de nuestra ciudad hay gente viviendo en condiciones más que precarias. Id a dar una vuelta por el hospital de campaña de la iglesia de Santa Anna. Hemos olvidado Afganistán. Hemos olvidado Somalia. Oscar Camps, de Open Arms, hace un tuit diciendo: “Al menos veinte personas más mueren ahogadas en otro naufragio en el Mediterráneo central, pero no son los buenos, son los otros…” ¿Qué pasa aquí, en este reconocimiento tan diáfano de los que son “como nosotros”? Reconocemos en el otro el reflejo de nuestra propia imagen. Pensamos que este reflejo garantiza una identidad o una pertenencia. Es un sentimiento tribal. Tranquiliza las conciencias del grupo. Alerta, sin embargo, con los espejismos que reflejan los espejos: para reconocernos en los otros que son como nosotros, la condición es excluir quienes no lo son. Y entonces surge la insoportable cuestión de las pequeñas diferencias: el color de la piel, la lengua, los vestidos, el olor de lo que cocinan, el extranjero, el “recién llegado”... los buenos y los no tan buenos. Últimamente, he oído comentarios que me han puesto los pelos de punta. Cuidado, que las guerras no van únicamente de ataques aéreos. Hay otras guerras que son mucho más pequeñas y casi no percibimos. Como decía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, la plaga de la exclusión del otro aparece en momentos de confusión, cuando no distinguimos entre qué es bueno y qué no para convivir, cuando flotamos, crédulos, en la superficie de las cosas. Hay que combatir esta plaga con el lenguaje de la vida en común: no se trata de ellos y de nosotros, ni de si nosotros somos como ellos. Esto va de otra cosa: de cómo vivir juntos, aunque no nos reconozcamos de entrada (o precisamente porque no lo hacemos). El racismo, la segregación, el narcisismo de las pequeñas diferencias, son el principio de otra cosa terrible, que amenaza a la vuelta de la esquina.