La sombra oscura que duerme al raso

Tres personas durmiendo en un rincón de la plaza junto a la Meridiana.
18/12/2025
Socióloga
3 min

Según la tradición, una noche muy fría llegó a Belén una pareja pobre, que no tenía dónde guarecerse y que estaba a punto de tener un hijo. Jesús nació en una cueva y, viendo tanta desprotección, todo el entorno se conmovió: ángeles, pastores e incluso reyes. 2.000 años más tarde, todavía repensamos esta historia.

Estamos también en días fríos, y se acerca Navidad con toda su invocación de amor, ternura, felicidad y hermandad. Y al mismo tiempo, apenas ha saltado al ámbito público una noticia tan dolorosa que es casi impúdica: los equipos municipales de Barcelona han contabilizado hasta noviembre 1.784 personas pernoctando en el espacio público, 203 más que en octubre de 2024. Nuestra preciosa Barcelona, ​​atracción mundial de turistas a la que regalamos los mejores espacios de la ciudad, más personas no tienen cabida y duermen al raso, expuestas a cualquier agresión, sin un rincón donde sentirse al abrigo. Una tercera parte de los niños que viven en Cataluña se encuentran por debajo del nivel de pobreza, mientras el número de grandes fortunas crece. ¿Cómo soportar tanta contradicción y tanto despropósito, emocionándonos por la pobreza de un recién nacido antiguo y hablando de igualdad y de derechos humanos?

No se trata de un fenómeno exclusivo de nuestra ciudad, evidentemente. Lo mismo ocurre en todas las ciudades de Cataluña y de todas partes; los ayuntamientos trabajan, pero no dan abasto. Hay fundaciones, como Arrels, Càritas y otras, que también hacen lo que pueden. Todo es insuficiente: estamos en un mundo que fabrica sistemáticamente personas marginadas y las redes de ayuda existentes no están preparadas para hacerle frente. Ni lo está nadie.

Porque ¿qué hacemos nosotros, la ciudadanía? Ya a principios del siglo XX, el sociólogo Georg Simmel intuyó un profundo cambio en las relaciones sociales que establecemos en las ciudades y en nuestras reacciones. ¿De qué se trata? Pues del hecho de que, en una ciudad –y ahora ya en cualquier región–, nuestras sociedades nos abocan a una cantidad tan grande de contactos y de informaciones a menudo dolorosas que sentimos que no podemos hacernos cargo, y, casi para sobrevivir, y para preservar nuestra intimidad, tendemos a blindarnos contra la desgracia ajena, a tratar. Para aliviar el malestar que nos provoca todo esto encontramos argumentos: pensamos que no está en nuestras manos dar solución, que no podemos cargar con las muchas necesidades que nos rodean. El rápido vistazo que, pasando, tiro a la sombra oscura que yace en el suelo me duele, pero trato de ignorarlo para poder seguir mi camino, en espera, eso sí, de que al menos mis impuestos sirvan para ayudar a quien tanto lo necesita.

Esta actitud, que hemos ido desarrollando a medida que la sociedad ha crecido y se ha hecho más compleja, es una forma de defensa personal y tiene ventajas. Permite preservar nuestra libertad. Ya nadie nos obliga a ser solidarios. Pero tiene inconvenientes: contribuye al crecimiento del individualismo, que ahora constatamos incesantemente, y nos aísla y nos hace temer que tampoco encontraremos apoyo si un día no salimos solos. En sociedades más antiguas y más pequeñas, la gente estaba llamada a "hacer caridad", a compadecerse de los pobres y darles limosna y hospedaje: era casi una condición para poder ser admitidos, más tarde, en el cielo. También era una condición de la propia humanidad, de ser "una buena persona". Pero esos valores ya quedan lejos. Y quedan lejos, en gran medida, porque pensamos que la compasión individual no es una manera correcta de resolver los problemas, que debe ser la administración, "el sistema", quien lo tenga previsto y encuentre soluciones definitivas.

Y es cierto: no está en nuestras pequeñas manos individuales resolver los grandes problemas colectivos, pero sí deberíamos asumir la responsabilidad de exigir que aquellos que elegimos sean capaces de hacerlo y que prioricen lo prioritario porque amenaza la vida de tantas personas. Ponemos en sus manos nuestras responsabilidades individuales, pero es necesario exigir que las cumplan. Y la manera de hacerlo no es sólo creando más sitios para cobijar a quien no tiene hogar: es impidiendo que alguien llegue a una situación como ésta.

En este momento políticamente tan complicado, necesitamos, más que nunca, levantarnos contra unas desigualdades que suponen una amenaza contra la vida: contra la de los marginados, evidentemente, y contra la de todos, porque la marginación nos puede llegar cualquier día. Quizás así Nadal volverá a ser algo más que un solsticio de invierno vestido de una vieja tradición desvanecida.

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