La ley de partidos de 2002 se aprobó con el fin de ilegalizar a Euskal Herritarok y Batasuna, con el argumento de que no habían condenado el terrorismo etarra (el PP nunca ha condenado con claridad los crímenes del franquismo, y Vox les enaltece). También se ilegalizó el Partido Comunista de España (Reconstituido), por su vinculación a los Grapo. La ley de partidos sigue vigente hoy en día. La ley de protección de la seguridad ciudadana, más conocida como ley mordaza, también sigue vigente, a pesar de las reiteradas promesas de derogarla. Esta misma semana ha servido para que el PSOE dejara a la intemperie a Yolanda Díaz, que se precipitó a anunciar que por fin la derogaban.
La primera de estas leyes atenta contra el derecho de representación política y la participación ciudadana en la vida pública, mientras que la segunda es un ataque directo a la libertad de expresión y pensamiento. Son sólo dos ejemplos de cómo los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, juntos o por separado, han actuado para laminar, o cortocircuitar, el ejercicio de derechos y libertades fundamentales. En ambos casos son leyes aprobadas por gobiernos del PP, pero que después el PSOE, cuando tuvo el turno de gobernar, no pudo o no supo o no quiso enmendar, reformar o derogar. Los casos de lawfare, de guerra sucia judicial contra adversarios políticos (que siempre, mira por dónde, son herederos ideológicos de los que perdieron la Guerra Civil) no son excepcionales, ni puntuales ni aislados durante los cuarenta años y pico de la actual democracia española, sino una constante. La imagen del fidalgo, que se pasea presumiendo ufano de lo que no tiene, no sólo es representativa de la literatura española del XVII, sino también del estado español posfranquista. Las apelaciones de su clase dirigente a una supuesta excelencia democrática contrastan fuertemente con lo que se refleja en valoraciones como las de los informes de Amnistía Internacional, Human Rights Watch o Naciones Unidas.
Todo esto no quita la necesidad de que los gobiernos y las instituciones trabajen por la mejora de la calidad democrática del estado español. Por el contrario, más bien la subraya. Que un presidente español reconozca abiertamente que existen una policía patriótica, una justicia de parto y unos medios de comunicación corrompidos al servicio de la desinformación es una novedad importante. Que lo haga cuando las aguas sucias de las cloacas se remueven contra él y no hiciera nada, o muy poco, cuando se ahogaban sus socios de investidura, es marca de la casa socialista. Pero los reproches y los lloriqueos sirven de poco. La política española sigue siendo frontista, y sigue teniendo a un lado a la derecha ultranacionalista, y al otro, a todos los que no somos la derecha ultranacionalista. Si se quiere salir del fangar de unos poderes del estado usurpados y controlados por los intereses de los dueños de siempre, una vez más sólo hay una posibilidad, y es la suma de las fuerzas progresistas y democráticas, por muy dispares o incluso antagónicas que sean entre ellas.