El presidente de la Generalitat, Salvador Illa, bajo un retrato de Tarradellas y junto a la bandera española.
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La llegada del gobierno de Salvador Illa a la Generalitat de Catalunya supone un regreso al pasado autonomista en toda regla. Es cierto que el gobierno anterior tampoco había dejado atrás el autonomismo. Y en este sentido, puede alegarse que lo que se ha hecho es ajustar el discurso y la gestión a la realidad constitucional de siempre. Se han puesto los pies en el suelo –propiamente dicho, en el suelo español–, y se ha dejado de utilizar en vano el nombre confusionario de gobierno republicano con el que ERC disimulaba su impotencia independentista.

Pero si se puede hablar de regreso al pasado es porque el gobierno del PSC asume el autonomismo sin reservas, incluso con complacencia. Y no lo que podríamos llamar el último autonomismo, ese que ya mostraba señales de obsolescencia y que llevó a Pasqual Maragall a abrir el melón de un nuevo Estatut, sino al anterior. Así, el president Salvador Illa no ha parado de hacer gestos para dejarlo bien claro de entrada: desde la reivindicación de un tarradellismo preestatutario, hasta la aún más apolillada e inútil pretensión de que Catalunya pueda arreglar España. Incluso lo ha indicado con alguna exageración simbólica, como plantar por primera vez la bandera española en su despacho, algo que ni los presidents Maragall y Montilla habían hecho. Un retorno desacomplejado a 1980, pues, con un unionismo impuesto, este sí, unilateralmente. Una vuelta al pasado, porque es en el pasado donde se busca resolver un conflicto sin ninguna propuesta de futuro, como si nada hubiera pasado estos últimos veinte años.

Como era previsible, ya se le ha atribuido al nuevo gobierno un alto sentido institucional, y el rigor y la estabilidad que había ofrecido el tradicional autonomismo del siglo pasado. Pero tendrá que hacerse vertiendo toneladas de cemento sobre la complicidad de este president en la aplicación de un artículo 155 que se cargó un Govern y un Parlament democráticamente legítimos; o sobre el golpe de estado judicial que ha hecho posible la represión, prisión y exilio –“estaban avisados”, solía decir Illa para justificarlo–; o sobre el “a por ellos" legitimado por el rey Borbón en aquel funesto discurso del 3 de octubre del que nunca se ha desdicho. Incluso el president debe mirar hacia otro lado cuando su valedor y amigo, Pedro Sánchez, sigue permitiendo que en Catalunya –en el 2023– solo se aplique el 45% de la inversión comprometida, y en Madrid el 212%. Como siempre.

El president Salvador Illa, eso sí, contará con el apoyo incondicional y entusiasta de todas aquellas instituciones que se han quitado un peso de encima de cuando el independentismo ponía en riesgo sus tradicionales vínculos de favor y sumisión a la administración española, arduamente trabajados y conseguidos. Hablo de las patronales y sindicatos mayoritarios, de determinados medios de comunicación y de las grandes empresas –y tantas ONG, fundaciones y organizaciones dedicadas al tercer sector– que dependen de los presupuestos públicos estatales. Y por supuesto, de la banca, de muchas federaciones deportivas o de la Iglesia católica, entre más. ¡Cuánta placidez garantiza estar al lado del fuerte, del vencedor!

Mientras tanto, el independentismo vive atolondrado y sin acabar de salir del aturdimiento por el último golpe de gracia que le ha dado ERC. Parece que no entiende que, como ocurría con esa lateralidad forzada que creaba zurdos contrariados, el independentismo también tenía sus españolistas contrariados que se habían sentido empujados a apuntarse al soberanismo cuando tenía cara de victoria. La actual reducción de aproximadamente el 50 al 40% de favorables a la independencia en las últimas encuestas –bilaterales aparte, que también ha habido siempre– sugiere que la prevalencia unionista podría acabar situándose cerca de los dos tercios de catalanes.

Pero volvamos a la Catalunya autonómica y autonomista del president Salvador Illa. El problema de fondo de este nuevo gobierno es, como suele decirse, estructural, que es una manera de decir que no tiene remedio. Y es que su naturaleza autonómica situará la resolución de cualquier desafío fuera de Catalunya, en España. Desde la financiación que depende de los posibles acuerdos con el resto de autonomías, pasando por la capacidad legislativa del Parlament, que estará limitada al hecho de no violentar los intereses socialistas en Les Corts y no tener que llevar leyes catalanas al Constitucional y, en definitiva, por las conveniencias electorales del PSOE.

Ahora se disimularán mejor los conflictos, se esconderá la confrontación de intereses, y todo en pro de un gobierno unionista llamado “para todos” y de una España más –falsamente– unida que nunca. Es así como querrán engatusar a los catalanes. Otra cosa es que lo consigan.

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