El Reino Unido: ¡qué lección de democracia!
¡Qué lección de democracia nos ha dado Reino Unido este lunes! Después de cuatro días de celebración de los setenta años de reinado de Isabel II, con una emoción difícil de entender desde nuestra mirada desconfiada con la monarquía, los británicos han tenido un lunes de política intensa, en que se han mostrado todas las calidades de su democracia. Un primer ministro ha sido sometido a censura por parte de los diputados de su partido, que lo solicitaron en cartas firmadas individualmente hasta lograr una cifra que el miembro responsable de atender estas quejas consideró que obligaba a emitir un voto explícito entre los diputados del Partido Conservador. La votación se convoca para el mismo día y el primer ministro, Boris Johnson, la supera, pero constata la magnitud de la oposición interna. Un resultado que debilita el Partido Conservador, pero que fortalece la democracia británica.
Pensemos por un momento cómo es de incomprensible todo esto desde el punto de vista de las instituciones políticas del estado español y de Catalunya, diseñadas como una copia de las españolas. Ni los diputados tienen ninguna autonomía decisoria, ni pueden decir nada sobre su dirigente, ni los partidos reaccionan rápidamente, ni la ciudadanía percibe que sus acciones y decisiones pueden ser relevantes porque no los afectarán directamente. Los diputados no son responsables ante la ciudadanía, sino ante su partido, que los ha puesto en las listas electorales. Nuestra práctica democrática no solo es mejorable, sino que es reconocidamente deficiente. No lo es por los motivos que siempre usan en Madrid para criticar la representatividad del Parlament de Cataluña. En absoluto. El Congreso de Diputados sufre de distorsiones de representación más importantes que el Parlamento de Catalunya. Los distritos electorales son más pequeños, y dan un peso exagerado a los pocos partidos que pueden aspirar a sacar representación en todos los distritos (las provincias). Esto está diseñado para fomentar el bipartidismo, por supuesto, pero es un bipartidismo de partidos y no de opiniones ciudadanas. Los partidos mandan independientemente de lo que piensan sus votantes.
Una buena democracia, más allá de sus imperfecciones, empodera a los ciudadanos. Es el caso de la británica. Cada ciudadano se preocupa por lo que ha votado su representante, y se puede quejar directamente a su diputado o diputada exactamente igual que le puede pedir que lo defienda. El resultado son diputados independientes, que se ganan el escaño por su trabajo en defensa de sus electores, reales o potenciales. Si un partido los quiere dejar de lado, se pueden presentar por su cuenta o pueden ser acogidos por otro partido y, en los dos casos, intentar renovar su mandato popular. No son pocos los que lo consiguen. Esto crea fuertes vínculos de representación y de rendición de cuentas, a la vez que da estabilidad a la defensa de los intereses de cada territorio –de cada distrito electoral–. La base en que se fundamenta todo el sistema es el distrito uninominal y la corrección y consenso en la definición territorial y demográfica del distrito.
Ha habido varios intentos de revisión de las leyes electorales española y catalana. La catalana, de hecho, no existe. No ha habido nunca acuerdo y el Parlamento sigue la normativa electoral española. Hacer una ley electoral catalana sería una gran ocasión de reactivación política –de reactivación del pacto entre representantes y representados–. Exige generosidad por todos lados, lo sabemos, pero no tendría que ser imposible. Con todo, tenemos que reconocer que el punto de partida es más representativo que el español, dado que, en un sistema de partidos, cuanto más grandes sean los distritos más se pueden hacer oír voces discrepantes mediante la emergencia de nuevos partidos. Lo hemos visto estos últimos años. Pero la vida política catalana no cambiará sustancialmente si no se da un paso adelante de radicalidad democrática y se pasa a la representación directa, uninominal. Se puede hacer de muchas maneras, pero ya están todas inventadas y los politólogos y expertos en legislaciones electorales las conocen a la perfección.
Lo que hace falta es rehuir el pecado español: todo un diseño hecho para proteger el bipartidismo, dejando al margen los ciudadanos. Cada vez que en España se ha especulado con reformar la ley electoral ha sido para sacar peso a lo que denominan “los nacionalismos periféricos” y darlo a opciones españolas minoritarias. Pero para lograr este objetivo tienen que reforzar descaradamente el bipartidismo o encontrarse con un efecto contrario al deseado: reforzar todavía más el peso territorial de los nacionalismos reactivos al español.
Una ley electoral catalana galvanizaría la calidad de la vida política. La arraigaría a todos los territorios y permitiría un diálogo más cívico y auténtico y menos político y partidista. Ahora nos hacen falta grandes acuerdos transversales que devuelvan la confianza en la política, y una ley electoral que escuche y dé voz a la ciudadanía sería un primer paso.