La aparición del libro La familia grande de Camille Kouchner, que acusa a su padrastro de haber violado repetidamente a su hermano gemelo cuando este era adolescente, ha caído como una bomba en Francia. No es el primer testimonio publicado sobre violencias sexuales a menores que se pueden calificar de incesto, pero que ahora haya provocado un impacto sin precedentes –que ha impulsado incluso al Senado francés a retomar la deliberación sobre la adopción de más medidas legales para proteger a los niños– no es por azar sino que responde a varios motivos.
En primer lugar, se ha situado en el surco del movimiento #MeToo, creando su homólogo #MeTooInceste, que recogió miles de testigos de víctimas de incesto en solo un par de días. Si #MeToo liberó la palabra de muchas personas que no se habían atrevido a denunciar abusos, este movimiento recién nacido ha permitido que otros osen expresar en voz alta heridas profundas con las cuales malvivían, a menudo desde hacía muchos años. Otra circunstancia que ha amplificado las declaraciones de la autora del libro es que tanto ella como el acusado, Olivier Duhamel, pertenecen a una élite social y económica que muchos identifican con lo que aquí se llamaba la gauche divine y allá la gauche caviar. Atribuir a una cierta izquierda la permisividad que justificaría el abuso sexual de menores es bastante frecuente –olvidando la transversalidad del fenómeno–, como también asimilar, erróneamente en mi opinión, la llamada “revolución sexual” de los años sesenta y setenta con una especie de “barra libre” sexual. Y, finalmente, el auge del movimiento feminista en Francia –como en el estado español– no es ajeno a este debate: las feministas subrayan, así, el peso del sexismo estructural sobre el silencio y la inacción que a menudo acompañan al incesto y la violencia sexual. El hecho de que más del 95% de las personas que cometen estos actos contra menores sean hombres no se considera una prueba acusatoria contra el género o la sexualidad masculina, sino la muestra de este lastre colectivo.
Asimismo, el explosivo lanzado por Kouchner ha comportado efectos colaterales, como dos despidos relacionados con los medios. Una cadena de televisión ha expulsado a uno de sus tertulianos, Alain Finkielkraut –filósofo mediático que ha hecho un camino común con ciertos intelectuales de la élite mencionada, desde la órbita política de las izquierdas a una posición conservadora–, por haberse preguntado si la víctima del caso Duhamel consintió esta relación con su padrastro. Al día siguiente, el diario Le Monde publicó una viñeta de uno de sus dibujantes, Xavier Gorce, en el que un personaje le hace una pregunta complicada a otro: “Si he sufrido abusos por parte del medio hermano adoptivo de la compañera de mi padre, transgénero, que se ha convertido en mi madre, ¿esto es incesto?” Las redes sociales se inflamaron inmediatamente, y la dirección del diario invitó también al humorista –que ha justificado la viñeta diciendo que era una alusión crítica a las manifestaciones de Finkielkraut– a no colaborar más.
Estas dos decisiones han comportado, de nuevo, una polémica: ¿se puede considerar que el filósofo y el humorista son, a su vez, víctimas de la censura debida a la tan temida corrección política? Y también ha resurgido la vieja pregunta: ¿es legítimo bromear con cualquier tema? En otras palabras, ¿es bueno reírse del muerto y de quien lo vela, como dice la expresión popular? La respuesta inmediata a esta cuestión es afirmativa, puesto que no poner barreras al humor parece una muestra de salud mental individual y colectiva, y de no sufrir de inseguridad personal ni democrática. Tiene razón quien dice que el derecho a no sentirse ofendido no existe: el humor crítico siempre ofende alguien y da risa (y reflexionar) a otros, y esto no lo convierte en ilegítimo. Ahora bien, sabemos por experiencia que, a veces, detrás una broma se esconde una agresión burlona y, sobre todo, que el sentido y el efecto del humor dependen de quién lo practica, en qué circunstancias, a quiénes se dirige y de qué manera. Para seguir con la imagen del dicho catalán, pocos humoristas, hoy, se atreverían a hacer humor con el elevadísimo número de personas desaparecidas debido al covid y con el luto que han causado estas muertes.
El mismo razonamiento se puede aplicar a la cuestión del consentimiento (recordamos también el testigo de Vanessa Springora contra el escritor Gabriel Matzneff, titulado precisamente El consentimiento). Es muy lógico que se plantee, desde la filosofía, la justicia o el pensamiento feminista, cuáles son la definición y los límites del consentimiento, ¿pero es esto igual que hacerlo en una tertulia, hablando de un caso concreto que afecta a un adolescente y a una persona con autoridad y ascendiente suyo? Tanto el comentario de Finkielkraut como la viñeta de Gorce se pueden interpretar, así, como una banalización del incesto (en el último caso, amenizada con una burla de las nuevas formas de familia, de las personas trans y del lesbianismo), entendiendo por banalizar encontrar circunstancias atenuantes en un hecho que es del todo condenable.
Marta Segarra es directora de investigación en el CNRS (Centre national de la recherche scientifique)