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El hemiciclo del Parlamento  en una imagen de archivo.

La Generalitat que nos salga de las elecciones -Parlament, Govern, president- tiene un trabajo primero tan humilde como inaplazable. Los deberes empiezan, sabe mal decirlo, por recobrar el respeto que le han ido perdiendo gradualmente los representantes políticos llamados a liderarla. Y la maldición nunca vendrá sin causa. No puedes evitar que te disparen los demás pero sí dispararte en el pie tú mismo.

Respetar la presidencia. Tiene que volver a existir y tiene que ser ejercida por alguien que crea en la trascendencia de serlo en las actuales circunstancias y no en otras soñadas. La presidencia solo puede ser autonomista porque una autonomía es el país. Otra cosa es la ambición futura. Quien la asuma no puede entenderla como el bunker donde reside el último resistente a los embates del exterior o vivir la institución como una piedra en el zapato que molesta a proyectos más ambiciosos. Tiene que saber la verdadera importancia de la silla que ocupa en el presente. El 132º presidente o presidenta tiene que estar dispuesto a ejercer todas sus potestades para liderar el país entero en todos los asuntos capitales y transversales. No solo aquellos que le remuevan las emociones. Y más pendiente de todos que de los suyos y más atento a la realidad que a Twitter o la historia.

Respetar el Govern. Sea cual sea, tiene que verse a si mismo y entenderse de manera colegiada, asumiendo la autoridad de la presidencia para liderarlo, y que los partidos que formen parte de él sean capaces de comprender, al menos por un tiempo, que trabajan en un proyecto más relevante que el que representa el carné que llevan en el bolsillo. No se pide la utopía de la generosidad extrema. Solo equilibrar el peso de los ingredientes más amargos de la fórmula de convivencia política para poder decir, sin faltar a la verdad, que hay un Govern y no una agrupación de intereses de parte.

Respetar el Parlament. Recuperar las formas y la honestidad política en todo aquello que se proponga. Dejar de convertir la cámara y la mesa en una barraca de póquer con jugadores nada escrupulosos empecinados en fastidiar al adversario -aunque sea socio de gobierno- en timbas inacabables que no llevan a ninguna parte. Echar el chillido fácil de niños con pantalones cortos y rodilla pelada de ahora te junto y ahora no y apelaciones a los ovarios llenos. Respetar las instituciones es abandonar la chiquillada y comportarse como un adulto. En eso está incluida la oposición, si considera que las instituciones catalanas también son las suyas, cosa que en esta legislatura no ha quedado acreditada en el caso de quien la lideraba.

Todo esto es tan básico como difícil, considerando dónde estamos. Pero será imposible si no se entiende que el respeto por las instituciones -que a la vez es la manera de demostrarlo también a los ciudadanos- empieza antes de conquistarlas. Y acaba siendo imposible practicarlo a posteriori por quien de entrada sitúa en campaña como mascarón de proa del catálogo de promesas el engaño hiperbólico ya ensayado. Vale para todos, pero como ya hemos empezado a oír algunas propuestas dejaremos escrito que más para unos que para otros.

Josep Martí Blanch es periodista.

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