Rosas negras

"No se hagan ilusiones:
el poder cambia de manos,
pero raramente vacila"
Joan Fuster,Aforismos

En la víspera inconstitucional de otro aniversario magno, habrá que recordar de nuevo que el último policía de la dictadura franquista fue el primero de la democracia. No es necesario buscar ejemplos; todos lo son; y todos son todos; y esto incluye del primero al último. Desgraciadamente, concurre aplicar idéntica evidencia a la turbia figura del infiltrado policial por psicosis de estado: el último en servicio de la dictadura –por ejemplo, Mikel LejarzaLobo– fue también el primer topo de la democracia. Y así sucesivamente en tantos órdenes del desorden, con la infausta providencia de que en el caso de los infiltrados en dos etapas aparentemente tan distintas –la dictacracia, la democradura– tienen un rasgo común, que es rasgo de gracia a toda posibilidad de democracia: una misma impunidad de estado. Bajo ambos regímenes, en momentos tan distintos, resulta que se planifican y urden sistémicamente de igual modo y desde el fondo del pozo: en la más absoluta ilegalidad sombría. Tras las investigaciones periodísticas de La Directa, pronto hará un año que el documental Infiltrados emitido en 30 minutos nos despertó de aquella figura opaca, no regulada en ninguna parte, llamadaagente de inteligencia. Bien distinta del agente encubierto bajo mandato y monitorización judicial, legalmente previsto bajo determinadas circunstancias. Pero la pretendida democracia, en ese ángulo ciego, tira de veta de dictadura cierta: en nombre de la ley pero siempre al margen de ella, sin ningún tipo de control, sólo al agrado gris de la cadena trófica de la represión y bajo la misma orden: el saco sin fondo de la seguridad nacional.

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Nunca estará de más decir, para escabullirse de todo autoengaño, que todo esto ha pasado –está pasando– bajo el gobierno más progresista de la historia y bajo la batuta del ministerio de Grande-Marlaska. A estas alturas ya puede decirse que ésta es la etapa en la que más infiltrados policiales se han descubierto en el seno de los movimientos sociales y las disidencias políticas. Van una docena, la mitad en los Països Catalans. Debe recordar que los últimos casos descubiertos hicieron flotar el extremo de utilizar las relaciones interpersonales y sexoafectivas como fuente de extracción de información. Entonces corrieron ríos de tinta y escupitajos de Twitter, especialmente sádicos, patriarcales y malos en la era de los estercoleros digitales. Vale la pena recordarlo hoy, en pleno cumpleaños constitucional, porque acaba de publicarse el libro La sombra del Estado. Un testimonio colectivo sobre las infiltraciones policiales(Descontrol, 2025). Y vale la pena –nunca mejor dicho– leerlo y zambullirse. Como toda realidad, mucho más allá del titular goloso y el comentario banal, encontrará toda la complejidad poliédrica de un estremecimiento que es personal y colectivo, se adentrará en la densidad espesa de la telaraña autoritaria del Estado y captará un valor testimonial inconmensurable que radica en que está escrito y reflexionado en primera persona. Por las mismas personas que han sido víctimas de este espionaje de estado que, hasta las últimas consecuencias, derrumbó todas las puertas hasta los rincones más íntimos de cada vida. Hasta la habitación propia. Hasta la cama propia.

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Aunque no sea el objetivo, dado que mucha más gente se indignó y solidarizó desde el primer momento, el libro constituye también una respuesta pedagógica a todos aquellos comentarios que, del pozo del canibalismo digital estando, se abocaron al juicio fácil, el estigma sexista y la sentencia estúpida. Aquellos mismos bocazas que se reían deben ser los mismos que, seguro, nunca han estado ni estarán en el punto de mira del Estado oscuro y sus listas negras. Los mismos que, repartiendo pretendidas lecciones desde el móvil en el que pontifican, regalan al feudalismo tecnológico, gratis y cada día, todos sus datos –toda su vida–. Pero ésta no es la razón primera ni el motivo último de una publicación que es a la vez un diccionario coral, una evaluación colectiva, un antídoto de la memoria contra el olvido, un manual para futuras generaciones, una alternativa sólida y una reflexión imprescindible desde distintas perspectivas, de la antirrepresiva a la psicosocial. Escrito por Roses Negres, el colectivo anónimo que reúne y cobija a las personas que sufrieron aquellas infiltraciones, contiene un doble valor añadido a considerar. El diálogo permanente con los movimientos sociales ingleses –porque no sólo se globaliza la represión, también la solidaridad– y la certeza de que las luchas que investigaban siguen vivas. Con un punto de encuentro resistente: tanto aquí como allá se ha sido capaz de desnudar al estado en su perversión.

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La diferencia hispánica, respecto al Reino Unido, es que allí, después de años de lucha y activismo contra un escándalo de espionaje masivo, se han producido disculpas públicas oficiales, políticas de acceso a la documentación del asalto a cada privacidad y resoluciones judiciales que dictaminan que se vulneraron derechos, garantías y privacidades. Toda comparación con el Reino de España es ensordecedora. Porque resulta que los mismos que se niegan aquí y allá –ni Isla ni Marlaska, digámoslo así– que el museo de los horrores de la comisaría de Via Laietana se convierta en un centro de memoria democrática son los mismos que, disponiendo de las linternas, se niegan a poner luz en las infiltraciones policiales ilegales. La otra consideración, cuando acabas el libro removido y revuelto, es mucho más insondable y toca el nervio del libro: el uso bruto y brutal de las relaciones sexuales como herramienta de espionaje salvaje contra la disidencia política, que deja un vacío legal que se llena con una evidencia salvaje. Se podrá aducir que, en el momento tramposo de los hechos, las personas no sabían que era el Estado quien se colaba hasta la cama. Pero en reflexión inversamente proporcional, los agentes –cumpliendo órdenes y directrices– sí sabían hasta el más mínimo detalle todo lo que estaban violando –y eso les convierte ya, sin lugar a dudas, en violadores–. Y nunca será necesaria ninguna sentencia firme para certificarlo. Recordarlo un 6 de diciembre, pretendidamente constitucional, tampoco es balder. Sólo urgentemente necesario. Tanto como recordar, el vigilante vigilado, que si hoy hablamos de ello es porque la inteligencia colectiva supo pillarles ayer. Esperando que mañana también.