Todos podemos ser rusos
Dos acontecimientos trágicos marcan el segundo aniversario de la invasión rusa en Ucrania, también de modo simbólico: la muerte de Alekséi Navalni y el avance de las tropas rusas en zonas del suelo ucraniano que el Kremlin considera estratégicas. Un despotismo incuestionable e ilimitado y una tradición política que cultiva el expansionismo territorial como valor positivo son los mensajes que Putin envía desde Rusia. Por muy anacrónico que parezca, no tiene que resultar ajeno y lejano.
La muerte de Navalni no es únicamente la desaparición del más radical opositor a Putin, sino la derrota de la resistencia, bondad y esperanza universales. A parte de tratarse del asesinato oculto y prolongado de un ser humano, refleja el fracaso de los valores democráticos que hemos tardado siglos en adquirir, y también que las democracias occidentales no hacen casi nada por la gente enclaustrada en tantos lugares donde aún rige el principio de que “Todo está permitido”. “A ver si los rusos ahora reaccionan” -comentan amigos y conocidos barceloneses en los últimos días. Pero manifestarse en las calles de Moscú o San Petersburgo es un acto de riesgo muy alto; no lo juzguemos de la nuestra -a pesar de todo- acomodada situación occidental.
Navalni y otros opositores al régimen ruso que siguen con vida han dirigido su lucha hacia tres objetivos fundamentales: desafiar la tiranía del poder absolutista actual, denunciar la corrupción, e insuflar en la gente la esperanza de que una sociedad rusa libre en el futuro es posible.
Ningún país ha dado tantos mártires que intentaron luchar por la libertad en tiempos difíciles; de Pushkin a Mandelstám, de Ajmátova a Politkovskaya, por citar algunos de entre millones de figuras de la denominada intelligentsia rusa. Anna Ajmátova, por ejemplo, cuando se le ofreció la posibilidad de un monumento, pidió solo poner una placa en el lugar donde ella aguardaba en la cola delante de la prisión, para poder saber algo de su hijo, Lev Gumilev, que pasó casi veinte años entre diferentes cárceles soviéticas. “A las víctimas de la represión política” se lee en la piedra del mármol negro junto a la orilla del Neva por la voluntad de la poeta, para conmemorar el destino de tantos otros que a lo largo de la historia pagaron con sus vidas por no aceptar el terror político, sea de los tsares, de los soviets, o de la teocracia actual.
Pensemos una vez más, recordando el rostro amable pero decidido y valiente de Alekséi Navalni: si hubiera nacido en una de las sociedades democráticas occidentales -por muy imperfectas que éstas sean- habría luchado también por una mayor justicia social. Lo habría hecho desde una institución política o una cátedra, volviendo a casa por la noche para intercambiar impresiones con su familia. Impartiría conferencias y charlas en los foros internacionales, pero también en los centros cívicos, porque es el pueblo lo que le importa y reconoce la fuerza de una sociedad civil bien concienciada.
Pero Alekséi nació lejos de semejante realidad y la Rusia de su tiempo le cobró un precio muy elevado por su coraje. Con su muerte los destellos de esperanza de un futuro democrático para Rusia no han desaparecido, pero se han alejado aún más.