Una sentencia trampa

Hay sentencias tramposas y sentencias que en sí mismas son una trampa. La sentencia del Tribunal Supremo que condena al fiscal general es de las segundas. Este tribunal, haciendo gala de su gran preparación y del alto nivel jurídico de algunos de sus miembros, ha redactado una decisión en apariencia técnicamente sólida, pero que falla cuando va a la esencia de lo que debe resolver.

Los magistrados se lucen al hablar de cuestiones teóricas accesorias, pero fallan al justificar la culpabilidad del acusado. En ese punto la sentencia se construye sobre afirmaciones categóricas, pero carece de explicaciones jurídicas convincentes. Prácticamente todo lo que se afirma sobre la culpabilidad descansa en un íntimo convencimiento de los juzgadores que, sin embargo, al parecer no puede explicarse mediante la razón.

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Dice el tribunal que la filtración delictiva que se trata tuvo que salir de la fiscalía general y que es indiscutible que lo hizo el acusado o alguien con su consentimiento. Incluso insiste en que no existe una explicación alternativa razonable, pero en ningún momento aclara los motivos de tan contundentes conclusiones. Desprecia sin más la posibilidad de que quien filtró fuera cualquiera de los centenares de fiscales que tuvieron acceso al texto, pero tampoco dice por qué. Pasa por alto el hecho de que durante la instrucción uno de sus compañeros no considerara útil investigar si alguna de esas personas accedió al mensaje filtrado en la red informática interna. Quizás sea porque asume que no se inició este caso para buscar al culpable, sino para culpar al fiscal general del Estado.

En cuanto a las supuestas pruebas, varias páginas de la decisión se dedican a argumentar que no era obligatorio que el fiscal general destruyera sus mensajes y correos electrónicos. Y son convincentes. Efectivamente, no tenía obligación de borrar todo eso. Ahora bien, lo único que deduce de ahí el Tribunal Supremo es que la ausencia de mensajes no puede servir como prueba exculpatoria. Un modo de razonar claramente inconstitucional, porque en nuestro sistema no hay que tener pruebas de la inocencia, sino de la culpabilidad. El borrado no demuestra la inocencia, es cierto. Pero eso no implica, como hacen creer los jueces de nuestro más alto tribunal, que sea culpable. La democracia no es eso.

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En más de un centenar de folios, el tribunal tampoco ha encontrado espacio para explicarnos por qué considera creíble el testimonio de la Fiscal jefe de Madrid –que contó que el fiscal general no le negó haber filtrado el correo en cuestión– y no creíble el de los periodistas. De lo que dijeron estos afirma que fueron testimonios veraces y aún así no se los cree, vaya usted a saber por qué.

Para paliar esta falta de explicación el texto se trufa de frases que no aportan nada pero quedan bien en cualquier titular. Es difícil no estar de acuerdo con el Tribunal Supremo cuando dice que no se puede responder a una noticia falsa mediante la comisión de un delito. El problema es que tampoco ha encontrado espacio para explicar qué delito se comete con la divulgación de la nota de prensa ni en qué consiste exactamente el novedoso concepto de “unidad de acción” entre la filtración y la nota de prensa.

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Afirman los magistrados que la nota de prensa “oficializa” la filtración. Parece referirse a que cuando no se sabe si una filtración es veraz, reconocer su origen añade un dato nuevo que le da carta de naturaleza. Nuevamente, la idea es cierta, pero en ningún momento se explica que eso haya sucedido en este caso. Si la nota de prensa no aportó ninguna novedad ni siquiera confirmó nada dudoso es absurdo considerarla delito de divulgación. Si el lector se pregunta por qué pone tanto empeño nuestro Tribunal Supremo en algo absurdo, hay una explicación obvia. Y no es jurídica.

De la nota de prensa sí se conoce al autor. El propio fiscal general del Estado ha reconocido que la redactó él mismo. Esta autoría comprobada está detrás del despropósito de volver considerar sorpresivamente delito un hecho que obviamente no lo es y que ya se descartó. Tiene toda la pinta de ser un seguro suscrito para el hipotético caso de que el Tribunal Constitucional entienda que el resto de la condena no se ha basado en pruebas suficientes. De la nota sí hay pruebas.

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Así pues, más allá de las frases ambiguas o fuera de contexto que se destacan estos días en los medios de comunicación lo realmente destacable de la sentencia es que no argumenta suficientemente y sin lugar a dudas que fuera el fiscal general quien filtrase u ordenase filtrar el correo electrónico. Centenares de páginas sobre cuestiones formales y sesudas argumentaciones relativas a cuestiones jurídicas marginales no deben hacernos olvidar que ese es era núcleo de la decisión. Y no se resuelve adecuadamente.

A la ciudadanía no debe bastarnos con que cinco jueces del Tribunal Supremo estén íntimamente convencidos de que el fiscal es culpable. En democracia no importa si un juez cree algo o no, sino si es capaz de presentar pruebas objetivas que lo demuestren. Y si se trata de declarar la culpabilidad de alguien, no hay lugar para la más mínima duda. Esta sentencia, no consigue cumplir con lo que se esperaba de ella. Por mucha doctrina ilustrada que siente sobre cuestiones accesorias, no se trata de una decisión judicial formalmente correcta en su núcleo decisorio.

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Para juzgarla, tampoco es irrelevante la manera en que se ha elaborado. Todo indica que no se ha operado como ordenan la Constitución y las reglas básicas de un Estado de derecho. Las pocas horas de deliberación de los magistrados antes del fallo difícilmente les permitieron discutir todas las cuestiones que se tratan en los doscientos cuarenta folios de sentencia. El hecho de que hayan transcurrido veinte días hasta que se ha hecho pública la fundamentación siembra dudas. No es disparatado imaginar que en esta ocasión primero se haya decidido el fallo condenatorio más adecuado y después se haya buscado la manera de justificarlo. Esta sospecha es tremendamente peligrosa para la confianza de la ciudadanía en la justicia.

A partir de ahí, cada uno es libre de creer que Álvaro García Ortiz es o no culpable, aunque no se haya podido demostrar. Por eso, para algunos la sentencia constituye un acto de justicia material formalmente deficiente, pero moralmente justificada. Para otros, en cambio, estamos ante una nueva sentencia política, destinada a dañar al gobierno. Quizás eso sea lo de menos y pensar en tales términos sea caer en la trampa que nos ha tendido un órgano que es ya más supremo que tribunal.