Los fantasmas existen. Hoy los fantasmas son los padrinos. Los abuelos, los abuelos, la gente mayor, la tercera edad, la edad dorada… En cuatro microsegundos los bautizarán como cuarta, quinta, milenaria edad. Como hermosa vejez; belleza domesticada, reposada, simétrica; ciclo primaveral de la madurez bien gestionada… Incluso van perdiendo su nombre, sus nombres. Ya no hay YO. Existe la socialización espectral. Son almas en pena: nadie les ve. Nadie quiere verlos. Mirad.
A la mujer la ponen en la cama a las seis de la tarde. Hasta el día siguiente, a las diez, ya no puede moverse. La cuidadora viene de diez a seis. La mujer vive en la cama. Tiene que vivir en la cama. Si hay algo debe pulsar el botón de la explosión nuclear. Y deben abrir de pataco la puerta. Todo para moverse. Alguien puede decir: ¿pero dónde están los hijos? No importa, si hay hijos o no hay hijos. Están solos. Sólo dentro de casa. Sólo en la ciudad. Sólo en el mundo. Ni el dinero cuenta.
Al hombre le encontraron billetes esparcidos por todas partes. Miles de euros. Y miles de objetos, de cosas, de trastos, trastos, rampoines… Diógenes sin filosofía. Diógenas sin memoria. La obesidad, la bulimia, de la acumulación de la desesperación. Abra la puerta: no puedo. No puedo. Deshocela. Y se esparce esa riada, esa rubinada de nada, de nadie.
Abra la puerta al hombre que, vestido con pijama, cruza la calle con un brik de leche en las manos. Como una Pantera No Rosa sin color, sin ánimo. No ve nada de lo que le rodea. Nadie le ve. Sonámbulo de la soledad. Luego no puede entrar en casa. Las claves dentro. Llama. Perfore la puerta. Mañana más. Mañana más no saber adónde va. Mañana más no hay forma de volver a entrar en casa.
En las ciudades los padrinos quedan atrapados en los pisos. Son sus prisiones. Calabozos, jaulas. Condenados a no salir o no saber cómo volver. Reclusos de la soledad. Con una sentencia de autosuficiencia. La soga diaria. E irse estrangulando ellos mismos. La vida, al final, era esto: un suicidio permitido entre todos. La muerte más silenciosa, invisible, intangible: la de un fantasma.
Las ciudades son castillos de fantasmas de padrinos. Plazas fortificadas impenetrables, inexpugnables, inexplicables, inenarrables para los seres que desean ser humanos. ¿Están las ciudades preparadas para los abuelos? ¿Es la sociedad consciente de la vejez sin belleza? ¿De la jubilación pagada con soledad y nada? Alguien dirá que esto es ya una pandemia. No. Es una cultura. Somos culturalmente asesinos. Criminales, verdugos, sicarios de padrinos. Haría falta un Servicio de Emergencia de Padrinos (SEP). Pero no es posible.
Hay una emergencia, pero no se ve la emergencia. Ni sirenas, ni luces. Cuando el homicida mira a la víctima no se ve reflejado. Nunca se ve. El ser de hoy no ve al no ser de mañana. El joven no ve al mayor. Nadie cree que será padrino. El padrino es un anuncio de un señor-señora con sonrisa de alambre de viaje al Caribe Benidorm y con fisonomía de eternidad feliz anís. El padrino es un producto: no es una persona. El padrino es un negocio: no es un ser humano. El padrino es un fantasma dentro del castillo de los fantasmas. Un fantasma que ha perdido incluso la sábana. Tumbado, estirado, alargado. Desnudo. Desnudo. Muerte. Pronto, incluso un mármol (que será de PVC) sin nombre: "Aquí no reposa nadie".