El sesgo lingüístico del catalanohablante inclusivo
Hace unos días fui invitada a una de estas fiestas de cumpleaños grandes y algazarosas que la gente llegando a la treintena tiene la necesidad, casi moral, de celebrar, juntando todos sus círculos de amigos y conocidos en una casa rural de alquiler lejos de ciudad.
Es curioso porque, en espacios como estos, siempre acabas coincidiendo con el profesor de secundaria, el trabajador del tercer sector o el cooperativista que –y ya me disculparéis por la veracidad del cliché– provienen del comprometido mundo del asociacionismo catalán, ya sea en la versión más juvenil y folclórica de la educación en el ocio, o bien en la versión más política y antisistémica de los movimientos sociales. Gente que, aparte de compartir códigos y dinamizar las actividades más sofisticadas de la fiesta, son con mucho los más concienciados y los más militantes en materia de inclusividad social: controlan que haya un buen sistema de reciclaje y que el personal recicle bien; se aseguran que todo el mundo se sienta incluido y partícipe de todos los juegos de cucaña y que haya paridad en los equipos; y, sobre todo, se ocupan de supervisar que haya todo tipo de opciones gastronómicas disponibles –la vegetariana, la vegana, la sin gluten, etc.–. En la fiesta a la que fui invitada, también estaban.
Yo, deslumbrada ante la disposición y generosidad generales a la hora de tener en consideración las necesidades y voluntades de todos, activé mi radar lingüístico. Pero la decepción no tardó en hacerme evidente. A ninguno de los allí presentes, a excepción de la amiga folguerolense que había venido conmigo, les sorprendió que, aunque fuera un entorno mayoritariamente catalanohablante, todo el mundo cambiaba sistemáticamente de lengua cuando se dirigían a la minoría numérica de castellanohablantes-bilingües que allí había, y que esto provoca una alteración total de la dinámica lingüística del espacio. Mi amiga y yo, visiblemente incómodos, constatamos que la inclusividad y conciencia social no incluían la sensibilidad lingüística, y que los policías del reciclaje o de la gastronomía inclusiva eran mucho más bienvenidos y respetados que los policías de la lengua.
De vuelta recordé que hacía poco había leído un artículo escrito por Simona Škrabec (2021) en la revista valenciana El Espejo donde ensayaba el concepto de "existencia lingüística". La escritora esloveno-catalana definía con este término la conciencia de que adquieren muchísimas personas al darse cuenta de que la relación con la propia lengua puede asimilarse al tropezar cotidianamente “con una piedra en el zapato”. Un estorbo incómodo que nos recuerda constantemente que en el entorno donde vivimos la lengua que hablamos quizás no es suficientemente digna, ni suficientemente respetada, que puede llegar a ser tratada como un problema o que, definitivamente, hay quien no la considera ni tan siquiera sólo suficientemente inclusiva.
Diría que no hay nada que delimite más, y más significativamente, el contorno de la existencia lingüística de los catalanohablantes que el alud de noticias que nos recuerdan a diario el mal estado de salud en el que se encuentra el catalán entre las generaciones más jóvenes. Un buen ejemplo serían los datos alarmantes que Diana Silva recopilaba en el ARA sobre la última encuesta sociolingüística realizada por el Consejo Superior de Evaluación de Cataluña, entre las que destacaría que el 75% del alumnado de nuestros institutos no se identifica con la lengua catalana.
Yo, que vivo en un barrio de Barcelona donde sólo el 5% de los jóvenes tienen el catalán como lengua de uso habitual, pequé de optimista pensando que en aquella fiesta entusiásticamente inclusiva encontraría ese cobijo lingüístico que de vez en cuando todo catalanohablante concienciado necesita, lo que te inyecta un poco de esperanza y te cura un poco el espíritu. A pesar del desengaño, la experiencia fue especialmente instructiva: la militancia asociacionista nostrada nunca baja la guardia, excepto cuando llegas tú con la causa lingüística y los hombros la fiesta.