El síndrome de los catalanes

“Tiene más probabilidades de desaparecer el islandés que el catalán”, le dice la escritora islandesa Auður Ava Ólafsdóttir al escritor catalán Jordi Nopca, en una entrevista en este diario. Él duda: “¿Quiere decir? Aunque le hablen alrededor de 300.000 personas, el islandés tiene un estado detrás que le juega a favor, a diferencia del catalán”. Y ella replica: “Yo lo veo distinto. Los catalanes tienen una lucha abierta, los islandeses no debemos luchar por nada. Creemos que debemos estar abiertos a otras culturas y lenguas”.

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Tener una lucha abierta no es a menudo garantía de éxito. Es, sin duda, garantía de desgaste. Ir por el mundo siendo catalán (no cambiante de lengua), en el supermercado, en el taxi, en el trabajo, es una pequeña heroicidad que no siempre tienes la energía de permitirte. Nadie quiere ser un pequeño héroe las veinticuatro horas del día. No cambias de lengua en el taxi, pero sonríes mucho más, para que el taxista entienda que no, que no es “contra él” que hablas de tu lengua para darle la dirección a la que vas. Y en el supermercado te muestras animosa pidiendo “merluza” y la señalas con el dedo para ayudar al dependiente, por no tener que decir “merluza”, que es una palabra que te encanta, porque la lengua castellana, como todas las lenguas, te encanta. Y en la peluquería... Allí cuesta mucho, es el rincón de las banales confidencias, las bromas sobre cejas, y la peluquera es tan divertida...

En Islandia no hay un médico que le diga a una paciente que hable –¿qué sé yo?– en inglés, porque “estamos en Europa”. No aprender y comprender el catalán, para un médico, seguro que es más complicado que aprenderlo. Cuesta mucho no entender el catalán en Cataluña para una persona de entendimiento normal. La lucha termina contigo. Todos los catalanohablantes, a veces sin saberlo, cuando salimos de casa y vamos a Madrid o cualquier lugar monolingüe de España, sufrimos un síndrome: la envidia de la normalidad. Es como ver a alguien muy rico.