Sónar y Primavera Sound: música y destrucción

Uno de los conciertos del Primavera Sound 2025.
17/06/2025
4 min

En un artículo publicado en La Vanguardia se afirmaba que el boicot al Sónar es inocuo porque el fondo inversor proisraelí que es propietario del supergrupo donde se aglutina el festival solo invierte una pequeña parte de su inmenso patrimonio en música. Esto es: solo invirtió 1.300 millones de los 582.000 millones de euros que tiene en la compra de Superstruct, actual propietario del festival. ¿Para qué boicotear si, total, rich will be rich? "Estos gigantes financieros no tienen alma y son inmunes a la crítica", sostenía. La conclusión del artículo era estremecedora: citaba a una supuesta amiga fan del tecno que, pese a sentirse mal por todo esto del genocidio, asistirá igualmente, con "melancólica resignación". Como diciendo: contradecirse es humano.

Pasa que vivimos instalados en la lógica del "no pasa nada", en la era de la contradicción convertida en estética, trivializada, incluso desde las posiciones aparentemente más progresistas: gana el relato reaccionario que sostiene que las pequeñas hazañas son en vano y que señalar algunas contradicciones flagrantes es demasiado woke, como si desvelarlas implicase convertirse en una especie de policía de la moral, o como si ser crítico tratara solo de afirmar la propia superioridad. Y no es así.

A continuación, leí un interesantísimo artículo de Olga Rodríguez en Eldiario.es donde enumeraba las acciones que los países europeos podrían activar y no están activando para detener el genocidio en Palestina. Pero si no soy un jefe de gobierno, ni un juez del Tribunal de La Haya, ni Greta Thunberg a bordo de la Flotilla, todavía hay cosas que están a mi alcance, como explica el movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones). Una de ellas es no ir al Sónar, algo que no me convierte en ningún salvador, pero sí afirma un gesto que utiliza un espacio de visibilidad para decir que las cosas podrían ser de otra forma. Y no se trata de un gesto vacío, de activismo puramente cosmético, o de ninguna condena al sector cultural: es un intento de alterar el marco ideológico con el que percibimos la realidad a través de una acción colectiva. Un gesto, llámalo inútil, que quiere desenmascarar algo de lo que se presenta como obviedad. ¿Y si dejamos de normalizar que haya fondos de inversores cómplices del genocidio marcando nuestra agenda cultural y de ocio?

De festival en festival, esta edición del Primavera Sound pasaba desapercibida con la polémica del Sónar. Nadie la acusaba de formar parte de ningún gran grupo proisraelí sionista. Salvados por la campana: este año se podía asistir sin culpa, como si no fuera otro monopolio que niega modelos alternativos de la ciudad en la que vivimos. Si querías, antes de ir a bailar y cantar, podías atravesar una frívola instalación inmersiva que te transportaba al terror de Gaza: una surrealista forma de blanqueamiento del festival. Al Primavera yo fui en el 2022 por primera vez, y repetí en el 2024 aprovechando una invitación que me ofrecían para ver un concierto. Me prometí entonces que no volvería más. No soy mejor que nadie, obviamente. Estoy seguro de que soy tan miserable y antitético como mucha de la gente que va. Sé a ciencia cierta que mis límites morales son las contradicciones de otro. Y que mis contradicciones serán los límites morales de alguien que ahora me lee.

Sin embargo, me he preguntado qué hacían en el festival aquellos que conducen podcasts sobre la gentrificación, periodistas que lideran programas con editoriales contra el turismo masivo, influencers que critican a aquellos que, como explicaba recientemente Marco de Eramo en una entrevista con Jordi Nopca, venden la ciudad al diablo. He pensado que quizás ellos necesitan grabarse diciendo estas cosas por el mismo motivo por el que nosotros necesitamos escucharlas: para limpiar la culpa. Para sacudirse el mal cuerpo y pensar que sí, que idealmente deseamos una Palestina libre, y que cuando llegue el momento compartiremos el cartel de la mani del Sindicat de Llogateres, pero que, mientras, hay acciones que no hablan por nosotros: una contradicción sedante, como una promesa, nos libera. ¿Pero de qué nos libera?

Dios me libre de comparar Palestina y Barcelona. Lo que comparo, de hecho, son el Sónar y el Primavera (lo siento, germen independiente y experimental del Sónar: no se puede seguir viviendo de rentas emocionales). En uno, se juega simbólicamente qué mundo deseamos: si el poder económico y las fuerzas geopolíticas deben dominar todas las decisiones cotidianas que tomamos. Es decir: si consideramos que 1.300 millones de euros son poco dinero para un fondo inversor o si una vida en Palestina vale más que cualquier cifra económica. En el otro, se juega simbólicamente qué ciudad deseamos: si la foto en Instagram, la experiencia genial o la superestrella del momento pueden hipotecar el futuro de una ciudad que muchos queremos que sea distinta. Mientras, alguna contradicción nos libera: con "melancólica resignación" decidimos no actuar. O actuar en contra de nuestros intereses.

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