De sueños triunfales y siestas seniles
En Los jueves, milagro, una de las mejores películas de Berlanga, hay un pueblecito que vive de la actividad de un balneario. Es un establecimiento decrépito, obsoleto, que requiere reformas caras y urgentes. Las autoridades tropiezan con la siguiente disyuntiva: si no hacen obras, no vendrán los turistas; pero si no vienen los turistas, no podrán hacer obras. Etcétera. Alguien tiene entonces una idea: simular una aparición sobrenatural. Al gran Pepe Isbert le toca hacer de santo apócrifo. Sus apariciones –siempre los jueves– son cada vez más sofisticadas: luces de colores, pirotecnia, música. ¿Les suena todo esto? Hacia el año 2000, la ciudad de Barcelona necesitaba hacer reformas en su particular balneario postolímpico. Hay gente que vive de renta, pero nosotros vamos más allá: vivimos de la renta antigua del Gótico y del Modernismo. Sin embargo, tal y como ocurre en Los jueves, milagro, había que encontrar una forma de cuadrar el círculo. Hacia el 2000 necesitábamos una aparición milagrosa. Se estaba trabajando desde 1996 y finalmente llegó el 2004 con el Fórum de las Culturas y sus santitos del diálogo intercultural, la sostenibilidad y, sobre todo, la difuminación de la identidad propia. Hace un cuarto de siglo, por las calles de la ciudad se volvía a percibir aquella ligera y agradable brisa que provoca el dinero cuando circula en abundancia. Pasaban tres cosas que conviene evocar: los proyectos urbanísticos del 22@ y de la zona del Fòrum, la consolidación de la ciudad como destino turístico masivo y la inminencia del euro.
Hacía solo ocho años que la cosa olímpica había transformado la ciudad en un enorme plató que pretendía barrer los viejos estratos de putrefacción urbanística acumulada desde el desarrollismo. En aquel entonces, Barcelona olía a pintura industrial y a dinero nervioso, y el sudor de los atletas se mezclaba con el perfume caro de las divas. Al son de himnos solemnes, las tarjetas de crédito de la época delataban euforia y restos de cocaína. Era como si la ciudad hubiera sido agraciada con una segunda oportunidad concedida in extremis. Desde los croquis que fantasearon las grandes obras públicas relacionadas primero con las Olimpiadas y después con el Fòrum hasta el septiembre húmedo de 2025 han pasado muchas cosas. Ya nada huele de nuevo, y lo que tiempo atrás fue diseño rompedor o urbanismo arrogante –aquellos bares con taburetes imposibles, esas plazas de cemento armado brutalista, ese minimalismo paradójicamente barroco– tiene hoy un regusto de sexagenario con peluquita, bigote teñido y próstata problemática. Una suerte de decreto no escrito dejó consignado que el destino de la ciudad era el monocultivo del turismo, acompañado de vergonzosas vaguedades sobre la era del conocimiento y otros metarrelatos posmodernos. Este estado de ánimo se ha expandido más allá del Besòs y el Llobregat. La peculiar reinvención de Barcelona ha afectado fatalmente al resto de Catalunya, relegada al deslucido papel de patio trasero de la ciudad de los prodigios. Es prácticamente imposible que una pareja de jóvenes asalariados de clase media pueda disfrutar de una vivienda con iguales dimensiones y en el mismo barrio que la de sus padres. Hace una década se iban a Sant Cugat o a Cerdanyola. Hoy, simplemente, huyen sin rumbo a muchos kilómetros de su sitio de origen. O, dicho de forma institucional y eufemística, "apuestan por la cuarta corona". En la Barcelona que retrata magistralmente Melchor Comes en L'home que va vendre el món se han construido falsos canales venecianos y mucha gente lleva máscaras por la calle. Me parece muy realista.