Hace unos días, en X —el antiguo Twitter—, tres escritores cincuantinos (Antoni Martí Monterde, Francesc Serés y un servidor) nos pusimos a glosar, con melancólico entusiasmo, la fascinación que nos había causado en su momento película Europa, de Lars von Trier. Estrenada en 1991, la película mostraba una Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial y la ignominia nazi. Presentaba el continente como un lugar frío, oscuro y violento, una pesadilla que podía recorrerse en tren siguiendo las indicaciones de la voz hipnótica de Max von Sydow. "Cuando cuente hasta diez, estarás en Europa".
El filme remitía a la catástrofe nazi, pero se estrenó al inicio de las Guerras de los Balcanes. Para los que teníamos veinte años cuando se estrenó el filme, la primera impresión que recibimos de Europa, y en particular de la Unión Europea, fue una honda decepción. ¿Cómo podía ser, nos preguntábamos, que el genocidio y los crímenes de guerra dirigidos por carniceros como Karadzic, Milosevic o Mladic sucedieran en una Europa supuestamente unida? Y sin embargo, las Guerras de los Balcanes, o de lo que se llamó la ex Yugoslavia, se dilató durante diez años, desde la guerra de Eslovenia hasta el conflicto de Macedonia. Tuvieron que intervenir los americanos (o no tuvieron que hacerlo, sino que intervinieron con agrado) y todo ello era deprimente. Luego comprendimos que el euroescepticismo y el antieuropeísmo eran algo muy jodido, y que suerte teníamos (tenemos) los súbditos del Reino de España, y en particular los ciudadanos de los Països Catalans, de estar dentro de una estructura de poder supraestatal como la Unión Europea, que se interpone entre nosotros y una nueva Guerra Civil española. Lo ha hecho en más de una ocasión, y ahora también lo hace.
Sin embargo, ser europeísta sigue sin ser nada fácil. El acuerdo sobre migración que han suscrito esta semana los veintisiete estados miembros de la Unión está muy lejos de ser la medida de equilibrio que preconizan sus defensores. Un acuerdo que endurece lo que ya era sangriento, y que incluye puntos como la deportación de familias de migrantes a los llamados “terceros países seguros”, no es más que el resultado de un fracaso, cuyo paradigma es, en estos momentos , Emmanuel Macron (con la nueva legislación francesa sobre inmigración; ver el artículo de Josep Ramoneda).
Macron, y el acuerdo de los veintisiete, nos demuestran que asumir los postulados de la extrema derecha no sirve para frenarla, sino para alimentarla. Los partidos de la derecha digamos tradicional que se llevan a cabo tratos con ultranacionalistas y neofascistas acaban rápidamente engullidos y fagocitados por sus dinámicas, como le sucede ahora mismo al PP en España (en algunos lugares, como Baleares, de forma acelerada ). La incertidumbre, y los grandes movimientos de población causados por guerras como Ucrania o Gaza (o Siria o Yemen, que no por olvidadas son menos dramáticas) tienen como respuesta una Europa cada vez más recluida, miedosa, mezquina y autoritaria, que parece que no se canse de incubar el huevo de la serpiente. La serpiente fascista de los europeos decididos a acabar con Europa.