Ucrania me duele; Rusia me preocupa (y viceversa)
"Ahora ya, llegados a este punto, tengo que decirte que Ucrania me duele; pero Rusia, me preocupa", me confiesa un amigo ruso desde Moscú. "Ya nos conoces. Corremos el riesgo de una revolución hasta cuando estamos bien, no te digo ahora. Y, llegado el caso, será el más perverso, el más depravado, el más infame el que se haga con el poder."
Me horrorizan sus palabras por lo que intuyo de cierto en ellas, y el futuro que predicen. Durante los últimos años, desde Occidente, hemos estado contemplando indolentes cómo el Estado iba mermando en Rusia los derechos civiles de no pocos colectivos. ¿Qué haremos cuándo el retroceso sea absoluto? Probablemente, nada. Y vuelta a empezar.
Dejamos a un lado sentimientos y elucubraciones, y de un golpe, volviendo al negro presente, me desmonta la idea, tan arraigada en mí, de que el pueblo ruso en masa está en contra de la guerra. "Hay mucha desinformación. Muchas mentiras por ambos bandos. Y tantas opiniones como personas."
Me cuesta aceptarlo porque rusos y ucranianos, ucranianos y rusos son la misma gente, el mismo pueblo. ¡Son nuestros rusos!, resonaba entre sollozos en la grabación de destellos en la oscuridad que una amiga me envió desde la ventana de su casa en Járkov el primer día de bombardeo sobre las afueras la ciudad, le comento. "Mi esposa tiene familia en Ucrania. ¡Y mi abuela era de Kiev! Cómo no me va a doler Ucrania, pero me preocupa Rusia", me insiste.
En Moscú, al parecer, las restricciones están provocando nerviosismo, poco más, y nada menos. Algunas estanterías de supermercado se vacían más rápido de lo habitual y se reponen con la misma velocidad, la gente está acumulando productos. Mientras unos tratan de hacerse con sus ahorros y convertirlos en divisas, otros engordan los depósitos bancarios que ofrecen intereses de hasta un 20%. No todas las empresas que amenazan con cerrar cumplen su palabra, y muchas de las que lo hacen, mantienen a sus empleados con un sueldo reducido, con la esperanza de reanudar la actividad de manera inmediata en cuanto termine el conflicto. Algunos hasta tienen más trabajo, y por ende más ingresos, gracias a la fuga de extranjeros.
No ha lugar el reproche. Al fin y al cabo, todos hacemos lo mismo, tratar de capear el temporal. En la escala de posibilidades para la reflexión y reacción oportunas, el resto de europeos estamos en las mejores condiciones, y aun así, nos puede el sinsentido: el mundo se ha teñido de azul y amarillo clamando por la paz, sin percatarse de que al mismo tiempo alentaba el odio hacia lo ruso. Lo anecdótico es que muchos restaurantes le han cambiado el nombre a la españolísima ensaladilla rusa, similar a la que los rusos llaman olivier en honor a la creada en 1860 por el cocinero de origen francobelga Lucien Olivier para la escogida clientela del restaurante moscovita Hermitage; expectante estoy por el nombre que le pondrán los exaltados a la montaña rusa, bautizada allí como americana, por el miedo que da. Lo inexplicable, que se cancele la proyección de Solaris o se deje de interpretar a Chaikovski, que se pretenda derribar una estatua de Dostoyevski... ¿Qué nos pasa?
No concibo el boicot desmedido a lo ruso, más allá de las sanciones estratégicas. Presiento que la rusofobia no contribuirá a solucionar el conflicto, que solo acarreará más y más profundo dolor. “Nos van a odiar mucho tiempo”, se lamenta mi amigo. Trato de convencerle de que no será así, pero… A mi amigo moscovita le preocupa Rusia tanto como le duele Ucrania. Y a mí me duele Rusia tanto como me preocupa Ucrania.