Ucrania todavía no está muerta

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Un dron hace ondear una bandera ucraniana sobre la Plaza de la Independencia de Kiev el 16 de febrero del 2022.

Desde que comenzó la invasión rusa de Ucrania, varios analistas y opinadores de aquí han sostenido que la actual crisis bélica en el este de Europa liquida definitivamente, o en todo caso por mucho tiempo, las aspiraciones catalanas a la independencia. Quizás sí... o quizás no; los historiadores, pobres de nosotros, no tenemos el don de profecía que parecen poseer algunos articulistas sentenciosos. Sea como fuere, para extraer de la guerra en Ucrania lecciones eventualmente extrapolables a nuestra casa, lo primero es hacer de forma correcta los paralelismos o similitudes, y no confundir –como se dice en castellano clásico– el culo con las témporas.

Según los que, apenas caídas las primeras bombas sobre suelo ucraniano, corrieron a cantar los responsos del independentismo, el hecho de que las repúblicas secesionistas de Donetsk y Lugansk invocaran, en el desencadenamiento de la crisis, el “derecho a la autodeterminación”, desacredita e inutiliza completamente ese derecho a ojos de la Europa democrática. Pero nadie que tenga media neurona en funcionamiento puede confundir ni equiparar las reivindicaciones de Donetsk y Lugansk con las de Catalunya.

Aquí, la teoría según la cual una parte del territorio de una vieja nación histórica, si por causa de los movimientos migratorios contemporáneos adquiere una particular coloración lingüística e identitaria, tiene derecho a separarse y “autodeterminarse”, los que la han defendido son los ideólogos y propagandistas de Tabarnia –que incluso inventaron una bandera– o de la entidad Barcelona is not Catalonia, con la colaboración de los jamás lo suficiente bien poderados Boadella, Rivera, Arrimadas y otra gente por el estilo. Si algún independentista ha pensado reflejarse en las “repúblicas” títere (títere de Putin) de Lugansk y Donetsk es que, aparte de no tener cerebro, tampoco tiene ni la menor idea sobre la historia de aquella parte de Europa.

La frase que encabeza este artículo es también la traducción del título del himno nacional ucraniano, Chtche ne vmerla Ukrainy, compuesto en 1863. Y no hace falta ser demasiado perspicaz para entender que un país cuyo himno lleva este enunciado no ha tenido una historia muy triunfal ni feliz. En efecto, después de un remoto pasado medieval (siglos IX a XII) más o menos glorioso y mitificado, el desarrollo histórico de Ucrania se caracterizó durante cerca de 800 años por la fragmentación política, las invasiones foráneas, la sujeción a imperios vecinos y, desde el Tratado de Pereyáslav (1654), la paulatina y cada vez más implacable anexión de la mayor parte del territorio ucraniano a la Rusia imperial de los Románov.

Esta incorporación política tuvo una vertiente fundamental de asimilación identitaria, con medidas (restricciones al uso de la lengua ucraniana, rusificación de la enseñanza superior y de la edición de libros, prohibición de símbolos y conmemoraciones nacionales, intento de regionalizar Ucrania...) que incluso pueden resultarnos familiares. El país no conoció una fugaz y convulsa independencia más que entre 1917 y 1920, en medio del caos provocado por el desenlace de la Gran Guerra, la guerra civil rusa, la guerra polaco-soviética, etcétera. No hubo ni el tiempo ni las condiciones para poner los cimientos de un estado moderno. Luego vino la sovietización, tanto o más asimilacionista, represora y gran-rusa que el zarismo; y culpable del Holodomor, la gran hambruna de Ucrania (1932-1933), provocada por los experimentos económico-sociales de Stalin y causante de varios millones de muertes.

Así pues, a pesar del aspecto imponente que le daban sus más de 600.000 kilómetros cuadrados de superficie y 45 millones de habitantes (utilizo las cifras vigentes el 24 de febrero, antes de la brutal acometida putiniana), Ucrania no es un gran estado europeo de los de toda la vida, y fuera grotesco contemplarlo, desde el nacionalismo catalán, como si se contemplara Francia, creyendo que los secesionistas de Donetsk y Lugansk son el equivalente de los independentistas corsos o bretones.

Aunque parezca una paradoja, en el escenario actual y frente a la Federación Rusa, Ucrania es la nación (casi) sin estado –¿qué son treinta años de estatalidad frente a los setecientos de Rusia?–; es la pequeña nación (Rusia tiene una talla veintiocho veces y media superior) que lucha desesperadamente por no ser absorbida, por rechazar la doctrina de Putin (y, antes de él, de Stalin, de Nicolás I, de Pedro I...) según la cual “los rusos y los ucranianos son un solo pueblo”. De hecho, es la misma idea de los que gritan "¡Catalunya es España!", si bien defendida con métodos distintos. Todo el nacionalismo catalán (instituciones, partidos y entidades) debe estar inequívocamente junto a Ucrania; y si alguien no quiere, si alguien no es capaz ni siquiera de denunciar el gangsterismo de Putin, tendrá que asumir sus consecuencias.

Dice el himno: “Ni la gloria ni la libertad de Ucrania están muertas, / la suerte nos será propicia, jóvenes hermanos, / nuestros enemigos desaparecerán, como el rocío al sol. / Y nosotros, hermanos, gobernaremos nuestro país. / Por nuestra libertad daremos cuerpos y almas, / y demostraremos, hermanos, que somos de la estirpe de los cosacos”.

Que así sea.

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