El verdadero punto débil de la monarquía

En la década de los 80, la monarquía británica gozó de unos índices de popularidad que parecían asegurar la viabilidad de la institución a muy largo plazo. La clave del éxito recaía sobre todo en la figura de Diana de Gales, que, junto con el papa Juan Pablo II, fue la persona que acaparó más espacio mediático en el último cuarto del siglo XX. A mediados de la década de 1990, en cambio, a raíz de la tumultuosa separación de Lady Di y el príncipe Carlos, la popularidad de la Corona británica bajó hasta extremos nunca vistos. Resulta interesante constatar que el clímax de esa popularidad y su crisis más profunda pueden ser explicados a partir del mismo concepto: el de visibilidad mediática. El diario The Sun y otros subproductos periodísticos por el estilo fueron los responsables de acabar generando corrientes de opinión antagónicas referidas a una misma institución. Cabe decir, aunque sea en forma de apunte, que eso ya lo había predicho el agudísimo Walter Lippmann nada menos que en 1922 en Public Opinion.

En 2007, el suicidio de Erika Ortiz, hermana pequeña de la entonces princesa de Asturias, situó a la monarquía española ante un verdadero test sobre su capacidad de modular la visibilidad mediática. Indirectamente, aunque también claramente, el episodio aportó interesantes indicios sobre el vigor, o bien sobre la pérdida de influencia, de la institución. Hace diecisiete años hubo una actitud generalizada de precaución –que no quiere decir lo mismo que respeto– hacia cualquier tema relacionado ni que fuera vagamente con la familia real española (hay que recordar que Erika Ortiz ni siquiera pertenecía a ella). Esta familia es parodiada desde hace muchos años en Polònia y también en otros espacios humorísticos. Algunos gags son, por decirlo en un lenguaje popular, fuertecitos. Sin embargo, no creo que hasta hace poco generaran ningún malestar en la Corona. Hace unos años, el verdadero malestar mediático, el de verdad, surgió, por ejemplo, cuando se relacionó al rey con las prestidigitaciones financieras de Diego Prado y Colón de Carvajal. ¿Alguien oyó hablar más de todo eso? Ese sí que era un auténtico test de visibilidad, y parece obvio que entonces fue superado con creces.

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En 1975, la primera actuación verdaderamente política del príncipe Juan Carlos –Franco estaba agonizando– fue tan desastrosa que sus consecuencias todavía se arrastran ahora. Juan Carlos sabía que un enfrentamiento abierto con la Marcha Verde de Hassan II habría generado una situación que complicaba muchísimo sus aspiraciones al trono de España. En vez de descolonizar el territorio, se lo vendió a cambio de dos cosas: la complicidad de Hasan II en lo que más adelante se acabaría llamando la Transición, y el fin de las reivindicaciones marroquíes sobre Ceuta y Melilla. Y así fue (al cabo de muchos años, por cierto, el gobierno de Pedro Sánchez ha acabado rematando la venta de una forma igualmente ignominiosa). La casa real española siempre ha mostrado su poder a base de tener bajo control el complejo juego visibilidad/invisibilidad, y el caso del Sáhara Occidental resulta paradigmático. Cuando lo cree oportuno, la institución se hace invisible, mientras que cuando quiere deviene omnipresente (vida militar de la princesa Leonor, etc.). Este contraste es la base mística de la monarquía: ahora los ves y ahora no los ves, como ocurre con las apariciones sobrenaturales. En momentos como los actuales –las grabaciones de Juan Carlos I y Bárbara Rey hablando del 23-F, etc.–, al rey Felipe VI no lo ves. No hace falta ni que se esconda: simplemente no lo ves.

Hasta hace poco, los invitados de los programas de televisión reunían cualidades que los diferenciaban del resto de los mortales: eran expertos en algo o habían vivido una experiencia digna de ser narrada. Los reality shows dieron la vuelta a la situación porque dejaban fuera de juego a la inmensa mayoría de los espectadores. En realidad, los participantes destacan en algo: son expertos en sí mismos, y en consecuencia se expresan con la seguridad con la que un físico atómico explica el funcionamiento de un reactor nuclear. A Juan Carlos I le han escrito ahora unas memorias que lo sitúan más cerca de estos juegos vulgares, plebeyos, que del brillo monárquico. En las actuales circunstancias, ya no puede jugar a modular su visibilidad con tanta facilidad. Esto afecta a toda la familia real, Felipe VI incluido, y es el verdadero punto débil de la institución. El gran Salvador Dalí definió a la monarquía como "una metafísica del ADN", pero aquí hemos tropezado con cosas sórdidamente, decepcionantemente mundanas. Así pues, no es una crisis política, sino mística.