Una visita obligada

En este país hay mucha gente –empezando por el president de la Generalitat– que exhibe o reclama “normalidad” y “sentido institucional”, porque aparentemente son conceptos inclusivos, unívocos e irrebatibles. Pero lo cierto es que todo el mundo los interpreta a su manera, es decir, en el sentido más favorable a sus convicciones. Salvador Illa ha hecho bandera de ello por su ferviente tarradellismo (del Tarradellas de 1977, no del de 1936, que era mucho más punkie), y también para despreciar, por la vía del contraste, la dinámica política del proceso soberanista.

Para el PSC, el Procés es la expresión máxima de la no-normalidad, y yo coincido en ello, pero por motivos muy diferentes. Para mí, no es normal que en un país donde los independentistas obtienen tres mayorías absolutas consecutivas no exista un diálogo real para abordar la cuestión, para preguntarse (al menos) por qué se ha llegado a este punto. La normalidad del PP, PSOE y PSC, en cambio, consistió en decir a los ciudadanos que habían votado mal y que su sufragio no tenía ningún valor frente a la muralla legal de la Constitución. Después, incapaces de detener a los independentistas en las urnas, permitieron que lo hicieran los aparatos del Estado. Deberemos admitir, parafraseando a George Orwell, que toda normalidad es buena, pero algunas normalidades son mejores que otras.

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En el debate de política general en el Parlament, Illa ha hecho de presidentnormal, exhibiendo una cortesía intachable, favorecido por un contexto narcótico. Los buenos modales son agradecidos por todos, pero es bien sabido que la ñoña política favorece a quien gobierna. Al president, talante, contexto e interés político se le han alineado, como los astros, y se entiende que no haga ningún gesto que pueda remover las aguas. Sin embargo, esto no alargará su margen de maniobra. Se avecina la negociación de los presupuestos y ERC –que es una bomba de relojería– no los aprobará sin un buen premio, que solo puede venir de Madrid, donde el PSOE pasa por un momento más que complicado.

Illa ha cuidado su política de gestos, poniendo la bandera española en el despacho y asistiendo al desfile del Día de la Hispanidad, donde Pedro Sánchez ha podido lucir a su antiguo ministro como un trofeo. Todo esto es una forma de decir en España que Catalunya vuelve a ser normal, en la acepción socialista del término. De puertas para adentro, Illa ha hecho otro gesto relacionado con su manía por la institucionalidad, y se ha entrevistado con todos los presidents que lo han precedido: Aragonès, Torra, Mas, Montilla e incluso Jordi Pujol. En esta lista falta, por razones conocidas, Pasqual Maragall. Pero también falta –y eso es más relevante– Carles Puigdemont.

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Puigdemont es la prueba viviente de la anormalidad que se vive en Catalunya, lo que desmonta el discurso de Illa, del PSC y de su entorno bienpensante. El líder de Junts no puede volver a Catalunya debido a la arbitraria aplicación de la ley de amnistía, que el Parlament catalán –con el apoyo del PSC– acaba de denunciar. No solo es ex president, también le correspondería ser jefe de la oposición. Seguro que Illa vive más tranquilo con Albert Batet, pero el escaño vacío de Puigdemont le demuestra cada día que en Catalunya no hay normalidad institucional. El president no puede hacer cambiar de parecer al poder judicial, pero sí podría reunirse con Puigdemont. Al menos, por respeto a sus votantes. No hacerlo equivale a alargar la vigencia del 155. Y mientras tanto el discurso de la normalidad y de pasar página no deja de ser propaganda para convencidos.