Vote, vote, que el mundo se acaba

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Elecciones al parlamento de Cataluña, 2010.

Los catalanes dijimos que queríamos votar y boca, tres tazas. Si no me equivoco, llevamos más de una década sin terminar una legislatura. Se diría que hemos decidido, sin anunciarlo, acortar su duración. No es ninguna queja, si no se puede continuar no se puede continuar, pero los ciudadanos, seamos del color político que seamos, empezamos a estar cansados ​​de cómo van las cosas, de esa incapacidad permanente de sacar adelante la gestión colectiva sin la excusa de que quien pone bastones en las ruedas es siempre el otro. El panorama es ciertamente desolador y ya me permitirán las generalizaciones, pero no debo ser la única a quien la política ahora mismo le crea cierto rechazo porque las disputas entre los diferentes actores se han convertido en una pelea en el barro nada erótica, nada cachonda. ¿Recuerdan a los muy honorables señores y señoras sentados en sus confortables butacas con los bolsillos llenos de nuestros aún más honorables céntimos que están ahí porque el pueblo los ha escogido y tienen la responsabilidad de representarnos con dignidad y honor? ¿Saben que las poltronas que ocupan son temporales y no les pertenecen? ¿Tienen en mente que son, por encima de todo, servidores de lo público y que las decisiones que toman influyen en las personas con efectos a largo plazo que pueden cambiarnos la vida para bien o para mal? El destino en democracia no está escrito en las estrellas sino en cada cambio que se realiza en educación, sanidad, economía, salud. Viendo las sesiones parlamentarias y cómo se echan los trastos por la cabeza unos a otros diría que no piensan mucho, en la importancia de sus cargos, diría más bien que hace tiempo que han perdido de vista que tienen en sus manos las condiciones en que viven millones de personas. Mejor para ellos si no sufren el estrés de pensar que cada votación tiene un peso enorme en tantos ciudadanos concretos con nombres y apellidos y cara y ojos. Peor para nosotros que nos conformamos con el espectáculo lamentable y nos descubrimos impotentes porque votamos, sí, pero no hemos encontrado mecanismo para fiscalizar la acción de quienes están allí por nosotros salvo castigarles o no en la siguiente jornada electoral.

Digo que el panorama es decepcionante porque en los últimos años se han impuesto modos de funcionar que degradan las instituciones, los que forman parte y de paso nos degradan también a nosotros. Suena ramplón e incluso reaccionario pedir que se respeten las formas, pero no creo que haya democracia real si, de entrada, no se siguen unas normas básicas de convivencia y buen trato que a la mayoría nos enseñaron en la escuela o en casa. Lo de los “modales” no era tan mal invento, servía para suavizar una agresividad que surge cuando entramos en cualquier disputa o debate, por encendido o agrio que sea. Al fin y al cabo, las normas de educación son una forma de respeto que denota que antes que el contrincante y el rival político, en el otro vemos a la persona. Puestos a pedir, también estaría bien que quienes tienen el poder de aparecer en medios de gran difusión, más aún si son públicos, no nos insultaran en masa con las curvas de la comunicación, los trileos lingüísticos y las mil estrategias que han aprendido de los especialistas en imagen. Que respondan a las preguntas que les hacen los periodistas y no nos mareen diciendo siempre lo que les parece. Sería todo un detalle respetar el trabajo de quienes quieren informar a los votantes. No es ningún consuelo saber que esta deriva es general y no sólo de nuestras instituciones, que las dinámicas populistas se han ido contagiando incluso a los partidos más establecidos y formales. Sin embargo, votaremos, claro, no podemos permitirnos el lujo de no hacerlo, pero a cambio, por favor, por favor, un poco de respeto.

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