Vox: de plagas, ratas y cucarachas

En los últimos días, a raíz de los incidentes violentos en Torre Pacheco (Murcia), el líder de Vox, Santiago Abascal, ha vuelto a desplegar su más áspera retórica al calificar la inmigración irregular de plaga. En una rueda de prensa el pasado 14 de julio, describió la situación como una "auténtica plaga" a nivel nacional. Otros miembros de su formación han exigido deportaciones masivas y se niegan a condenar los llamamientos a la "caza" de migrantes lanzadas por grupos ultras. La elección de la palabra no es inocente: las plagas son destructivas, invasivas, imposibles de controlar; provocan asco y miedo y es necesario exterminarlas. De momento, cierto, Vox no llega tan lejos: su programa no propone literalmente la "caza" ni el exterminio, sino la expulsión inmediata y generalizada, incluso de los hijos de migrantes ya nacidos en España. Pero las palabras son entonces: cuando se normaliza llamar plaga a un grupo humano, el siguiente paso -la "caza" o el "exterminio"- comienza a considerarse socialmente justificable.

La historia de la humanidad nos enseña que los genocidios no surgen de un día para otro. y, a menudo, la comparación con animales. Pero no con cualquier animal: no se les compara con caballos o leones, sino con ratas y cucarachas, con aquellos seres que instintivamente asociamos con el miedo, la suciedad y la repugnancia es tan inquietante como evidente que la evidencia de la Alemania. En Ruanda, durante los cien días del genocidio de 1994, la radio llamaba a los tutsis inyenzi –cucarachas– e instaba a los hutus a "pisarlas". Ambos crímenes contra la humanidad fueron posibles porque previamente la sociedad acostumbró a pensarse en sus víctimas no como seres humanos con derechos y dignidad, sino como plagas repulsivas.

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Abascal no es Hitler ni es el coronel Bagosora, pero las palabras que utiliza resuenan con la misma frecuencia de odio y degradación. Nombrar "plaga" a un colectivo de personas –que, además, en muchos casos tienen nacionalidad española– supone dar un salto cualitativo y peligroso en el proceso de negación de su dignidad. Esta negación es exactamente lo que las leyes y las democracias modernas prometieron erradicar después de los horrores del siglo XX.

Por eso no es suficiente con la condena política. Este tipo de discurso también debería tener consecuencias jurídicas.

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En este sentido, la sentencia del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (ICTR, por sus siglas en inglés: International Criminal Tribunal for Ruanda) en el caso The Prosecutor vs. Ferdinand Nahimana, Jean-Bosco Barayagwiza y Hassan Ngeze (ICTR-99-52-T, 2003) estableció con claridad que el uso de expresiones como "cucarachas" para referirse a los tutsis constituían incitación directa y pública al genocidio. En su histórica sentencia, subrayó que estas palabras no eran meras metáforas retóricas, sino actos con incuestionable impacto porque contribuían a la preparación psicológica y social para el exterminio. Por tanto, el lenguaje que deshumaniza y estigmatiza en un contexto de tensión y riesgo, aplicado a grupos minoritarios susceptibles de discriminación racista, no queda amparado por la libertad de expresión y puede ser punible cuando contribuye a incitar a la violencia.

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Las democracias se construyen sobre la premisa de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos. Cuando un líder político califica a otros seres humanos de plaga, vulnera esta premisa, erosiona el marco de convivencia y avanza peligrosamente hacia un escenario en el que la violencia se vuelve pensable, justificable y, finalmente, inevitable.

Una sociedad decente no puede permitirse ni política ni jurídicamente esta deriva. Los migrantes no son plagas, ni cucarachas, ni ratas: son personas. No se las puede juzgar por su color de piel o por su origen. Sólo por sus actos, y éstos sólo pueden ser evaluados por los tribunales. Y quien aspire a gobernar ese país debería recordarlo en cada discurso. Porque con este lenguaje, Vox se alinea claramente con algunos de los discursos más destructivos del siglo XX. Sus dirigentes y sus votantes deberían ser plenamente conscientes de lo que están defendiendo y no podrán alegar ignorancia si las consecuencias de estas palabras, tarde o temprano, acaban materializándose –y Torre Pacheco parece un ejemplo de ello–. Porque las palabras no son inocuas, pueden ser directamente delictivas y, en otras ocasiones, como ya sabemos, el preludio de los peores delitos imaginables.

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