Hoy es San Juan y, como cada año, anoche recibí un montón de mensajes que brindaban conmigo por el verano que empieza. Por alguna razón, este título (de una novela mía publicada en el 2013) dio diana entre los lectores que comparten esta debilidad por la noche de San Juan.
Después de tantos años, pues, seguimos levantando las copas y brindando por el verano que empieza. Y cuanto más va –y la vida es más empinada y todo resulta tan complicado y el futuro es tan negro–, más a gusto me apetece este brindis. Porque los años y algunas experiencias me han vuelto agradecida y he aprendido que hay cosas que no pueden darse por descontadas. Que el verano vuelva a empezar cada año es un auténtico milagro, un consuelo infinito, una alegría tajante y sin matices.
Y con el verano vuelven las puestas de sol y la calma para contemplarlas sin prisas; al día siguiente de la fiesta mayor, con la plaza del pueblo todavía llena de confeti y serpentinas estrujadas y aquel silencio de resaca; los chubascos de verano, el ruido del agua repicando en el tejado, las gotas que permanecen extáticas sobre las hojas de los árboles todavía un buen rato después de la lluvia; el arco iris y los niños bailando y saltando sobre los charcos sin que nadie les riña por miedo a los resfriados; los helados de todos los gustos que tomaremos al atardecer, recién duchados y luciendo la piel bronceada; la arena que encontramos entre las páginas del libro que hemos traído a la playa y la sal en la piel de los niños pequeños; las maletas, bolsas y mochilas en el recibidor, amontonadas; las chancletas, las abarcas, las alpargatas; las larguísimas sobremesas; los amigos; los pescadores solitarios en la oscuridad de la playa vacía; los matrimonios mayores jugando en el parchís o en las cartas; los adolescentes haciendo campeonatos de ping pong.
Volverá el verano y volverán las vacaciones al lugar de siempre, el reencuentro con el resto de veraneantes, los recuerdos en común; y devolverán los viajes, las horas infernales al aeropuerto, la emoción de conocer una ciudad nueva o de explorar un paisaje exótico; elegir los libros que leeremos durante las vacaciones, quizás un gran clásico de aquellos de ochocientas páginas o la novela más frívola que encontramos; visitar museos con un entusiasmo que habíamos olvidado durante el invierno y llenarnos de pintura, escultura, fotografía, historia; ver a simple vista las estampas que tenemos fijadas en la memoria: la Torre Eiffel, el Trastevere, el Etna, el Big Ben; Sirenita y Manneken Pis –¡que pequeños!–; Iguazú, la gran pirámide de Guiza; las playas blancas y azules del Caribe; Formentera; el gentío, las colas, los precios abusivos, el bochorno, las maletas perdidas.
Para los más afortunados, el verano volverá con un amor. Los amores de verano. Las miradas disimuladas; la complicidad; tocar por primera vez la piel del otro; el embadurnamiento; risa por todo; la emoción de coincidir en los gustos; los planes de futuro (si los hubiere). Y devolverá la tristeza de los últimos días de agosto, El final del verano, que los mayores decimos en castellano porque así invocamos la canción más simple y más emocionante de todos los tiempos si estás viviendo tu primer amor de verano. Con ese tambor que va repicando y repicando, para que te quede claro que del final del verano no puedes huir.
Pero hoy apenas empezamos.