Yonquis de la verdad oculta
Entre el aniversario del 11-M, las fotografías falseadas de Kate Middleton y que ahora vienen elecciones, es un buen momento para hablar de conspiraciones. Las teorías de la conspiración tienen muy mala fama, pero lo cierto es que no hay política sin conspiración. Lo que quiero decir es que no hay cambio político: si entendemos política como gestión del orden, naturalmente que la política equivale a la producción de discursos que generen confianza en el sistema, mientras que si entendemos política como la transformación de este mismo sistema, la cosa se da la vuelta y el mejor político es el que disemina más desconfianza sobre el estado actual de las cosas. Ahora bien, ¿cuál es la diferencia entre una teoría de la conspiración delirante y una sospecha de aquellas que indignan y movilizan para cambiar lo que debería cambiarse?
El problema de la conspiración es el problema del acceso a la verdad, que es el problema propio de la filosofía. Por eso el relato filosófico más famoso es el de una conspiración: el mito de la caverna de Platón, que todos aprendemos en la escuela, habla de un grupo de prisioneros cautivos dentro de una cueva desde la infancia, encadenados de de modo que todo lo que pueden ver son las sombras de unos objetos o títeres que unos personajes misteriosos hacen desfilar por delante. El filósofo es aquél que sospecha que algo falla y se pone a buscar la puerta de salida de la cueva. La actualización más pop del mito de la caverna quizá sea la estirpe de Matrix, de las hermanas Wachowski (que, por cierto, estudiaron filosofía en la universidad y han dejado claro en muchas entrevistas que se inspiraron en Platón). Significativamente, mientras que el protagonista de la alegoría de La República accedía a un reino de verdades soleadas fuera de la cueva, cuando Keanu Reeves escapa de la simulación no se encuentra un paraíso, sino el infierno, y, lo que es peor, una revolución proletaria para organizar.
Si suponemos que no vivimos dentro de una simulación, sólo nos queda el camino de la filosofía, que es el que emprendió Sócrates por las calles de Atenas preguntando a todo el mundo qué significa justicia, coraje o verdad, limando la confianza de los jóvenes en los discursos de orden y abriendo la puerta al cambio, hasta que se mató. Pero Sócrates creía que detrás de las sombras había una verdad eterna y evidente, mientras que, en nuestros días, todo es tan complejo, interrelacionado y cambiante que hemos dejado de creer que nuestros cerebros puedan abarcar toda la verdad. Por eso, después de Platón, en la escuela nos hablan de Nietzsche, uno de los tres "maestros de la sospecha", conjuntamente con Freud y Marx. La gran aportación de estos filósofos es enseñarnos a ver que, detrás de ciertos discursos que se hacen pasar por verdad, en realidad puede haber deseos inconscientes, voluntad de poder o lucha de clases. Por mucho que esto se intente contener con contradiscursos positivos sobre el progreso de la humanidad, el estado del bienestar y los derechos humanos, tarde o temprano la realidad no está a la altura de tanto optimismo. La sospecha nunca puede superarse del todo y cualquier discurso luminoso siempre genera un fuerte deseo de preguntarse qué oscuridad hay detrás.
La proliferación de teorías de la conspiración es el resultado de la necesidad de llenar ese vacío combinada con la falta de discursos críticos que hagan choque. La demanda de sospecha es fija, y lo que cambia es la oferta: todos somos algo yonquis de la verdad oculta y nos encontramos en un caso típico de droga de mala calidad inundando el mercado. Mientras que una buena crítica ideológica analiza el mundo basándose en hechos lo más universalmente observables y racionalmente discutibles posibles, como la distribución objetiva de la riqueza entre personas y territorios, las teorías de la conspiración son narraciones que lo fían todo en el reino de la subjetividad. Si dejamos de hablar del dinero que cuesta una familia real, empezamos a invertir el tiempo en analizar las habilidades de Kate Middleton con Photoshop. Para que la hipótesis de la autoría islámica del 11-M se abra camino mediático, es necesaria una caverna (!) mediática en la que no circulen explicaciones sobre los beneficios materiales de la guerra para quienes la promovieron.
La gracia es que las críticas ideológicas más capaces de sacarnos a la calle se expresan en forma de teoría de la conspiración: "Los ricos han diseñado un sistema llamado", "Los hombres promueven la cultura patriarcal", "España nos roba" . Estas proclamas políticas intentan basarse en análisis objetivos de la realidad y, al mismo tiempo, son más eficaces cuando logran retratar a los adversarios políticos como una conjura autoconsciente y activa en la defensa de sus privilegios. Ahora que está de moda ridiculizar las teorías de la conspiración y decir que todas las desigualdades son impersonales y sistémicas, que no hay nadie moviendo los hilos detrás de las cortinas, también puede ser útil pensar que a veces se filtran documentos o grabaciones que demuestran que el adversario sí sabe lo que hace. Desenmascarar las teorías de la conspiración puede ser útil, pero aún lo es más hacer una buena contraconspiración que exponga y materialice que detrás de ciertas ilusiones existe, efectivamente, un engaño de los de arriba.