El resultado de la votación de la militancia de la CUP sobre los presupuestos es fruto de los frágiles equilibrios internos que siempre ha atravesado la formación desde aquella lejana asamblea de hace nueve años en la que aprobaron concurrir a las elecciones al Parlament. Presentar una enmienda a la totalidad y, a la vez, dejar la puerta abierta a una negociación posterior (que solo será posible si alguna otra formación se abstuviera, básicamente el PSC o los comuns) o forzar unas negociaciones agónicas hasta el próximo lunes para retirarla en el último momento es de una sofisticación política solo apta para expertos en la materia. Los cupólogos, como antes los kremlinólogos, son los únicos capaces de captar con todos sus matices un mensaje político aparentemente tan contradictorio. La conclusión, sin embargo, es solo una: más allá de la letra pequeña de los presupuestos, la CUP se siente incómoda con el rumbo del actual Govern, y una mayoría más o menos amplia opta ahora por saltar del barco.
La apuesta por el pragmatismo que parecía preludiar la negociación exprés de la investidura de Pere Aragonès ha tenido un recorrido más bien corto. Y de lo que parecía una legislatura de transición, con un gobierno independentista (ERC-Junts con apoyo de la CUP) que dialogaba/negociaba con el gobierno español de PSOE-Unidas Podemos desde una posición de no dependencia parlamentaria, ahora podemos pasar a una nueva etapa de dependencias cruzadas. Curiosamente, si se acaba confirmando el paso de la CUP a la oposición, la política catalana entrará en una nueva fase de aceleración, pero en este caso no hacia el choque con el Estado sino más bien a una mayor colaboración forzada por las necesidades de los respectivos ejecutivos. Las decisiones de la CUP, de una manera u otra, siempre acaban moviendo el tablero general.
El oráculo de Waterloo
Para ERC y Junts es una muy mala noticia, puesto que esto altera completamente sus planes y su discurso. Pero, mientras que para los primeros se trata solo de una cuestión táctica (no quieren depender del PSC en Barcelona para poder tener más fuerza negociadora en Madrid), en el caso de Junts afecta a uno de los pilares básicos de su discurso: el de no colaboración con los socialistas (con la excepción conocida de la Diputación de Barcelona). Si Jordi Sànchez había conseguido mantener también una frágil unidad entre el sector pragmático proveniente de la antigua CiU y el irredento (Laura Borràs y Quim Torra, en su caso desde fuera), ahora habrá que volver a poner la vista en el oráculo de Waterloo y escuchar a Carles Puigdemont para que decante la balanza. Da la impresión de que la estrategia de ERC puede soportar un pacto de presupuestos con el PSC, pero esto no está tan claro en el caso de Junts.
En el caso de los anticapitalistas, si la decisión se confirma dejará muy tocada la idea de que la CUP puede ser un socio estable para cualquier proyecto político de mayorías. La pulsión entre los institucionales y los no institucionales, ejemplificados por Poble Lliure y Endavant, los convierte en una olla a presión constante muy sensible a las influencias externas. La CUP no es como la izquierda abertzale, que funciona como un ejército de militantes disciplinados a las órdenes del general Otegi (cosa que le permite jugar un papel en la política institucional e incluso en el Congreso), sino un conjunto heterogéneo de colectivos y culturas políticas (de comunistas a anarquistas, pasando por trotskistas de diferente grado) que resulta, como muy bien recogía un viejo eslogan electoral de ellos mismos, internamente ingobernable.