Barcelona

El callejón de la vergüenza: drogas y jeringuillas en la puerta de una escuela del Raval

La calle de Agustí Duran i Sanpere, en Barcelona, ​​es uno de los puntos habituales de consumo de algunos toxicómanos

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Cada día la imagen de personas pinchándose en la pared de la escuela es habitual

Barcelona[Este artículo contiene expresiones explícitas que pueden herir la sensibilidad de los lectores]

Es uno de los muchos puntos del Raval. No es lo peor. Pero día sí, día también, las agujas y los restos de sangre se esparcen por el suelo entre el trajín de los peatones y los jóvenes estudiantes. Es el callejón de la vergüenza, la calle de Agustí Duran y Sanpere de Barcelona. Algunos toxicómanos se pinchan mientras niños de tres o cuatro años pasan por delante jugando, a escasos dos metros. Mientras una persona se inyecta la jeringa en el cuerpo apoyado sobre la pared, a cuatro metros por encima, los niños de la Escola Milà y Fontanals espían sonrientes y juguetones por la red de metal que rodea el patio.

Alguna tarde, hasta cuatro y cinco personas, a plena luz del día, se pinchan medio escondidos entre las motos aparcadas en el callejón. Los vecinos se han acostumbrado, resignados a ver cada mañana jeringuillas esparcidas por el suelo, hasta que los trabajadores del Ayuntamiento las recogen. Quienes viven en el bloque de edificios de enfrente de la escuela se advierten entre ellos. "No dejes la bicicleta tan cerca, que ahí se pinchan", alerta un hombre a un joven familiar.

A la vista de todos

Ahora los más habituales son Josep y Rosa. Habían estado en la Mina, y llevan más de un mes deambulando por la parte alta del Raval. Muchas noches duermen en el callejón. Desplegan hasta ocho mantas sobre el suelo helado y se instalan para protegerse del frío. Tras consumir, él se queda con la mirada perdida, clavada en un punto lejano del horizonte durante minutos enteros. Abstraído, colgado, ensimismado. Un día de finales de noviembre, mientras están todavía bajo las mantas buscando el calor, un joven se acerca, insistente y nervioso. Rosa marcha y Josep comparte bebida con él. Se pasan casi dos horas charlando, hasta que el joven revuelve las pertenencias del campamento itinerante y se lleva varias piezas –entre ellas, una prenda de abrigo.

Campamento base

Durante tres meses el ARA ha hecho un seguimiento de lo que ocurre día y noche en este callejón –donde el diario tiene su sede–. A primera hora, antes de las 8:30 h, las brigadas de limpieza peinan todos los perímetros de las escuelas del barrio para evitar alguna desgracia. No siempre pueden terminar su trabajo antes de que los menores entren en los centros. "Algún día se pinchará algún niño", advierte un trabajador del consistorio.

El mismo aviso de que lanzan una pareja de agentes jóvenes de Salud Pública que hacen control y acompañamiento de las personas que están consumiendo en el barrio. "Si tuviera hijos, no me gustaría vivir aquí. Existe el peligro de que se pinchen con alguna jeringa", dice uno. Pasan al menos cuatro veces al día por los puntos más conflictivos. Alertan de que se está creando una falsa alarma con el fentanilo, que prácticamente es inexistente en esta zona de la ciudad. En los análisis han salido algunos falsos positivos, pero prácticamente no se vende: los consumidores le tienen mucho miedo, ya que se trata de una droga muy letal. También aseguran que ahora mismo, en el Raval, la mayoría de consumo es de cocaína inyectada. La heroína es de mala calidad y esto ha hecho que exista una sustitución de producto.

Punto de consumo habitual

José Ángel lo confirma. Tiene 53 años y hace ya 23 que aterrizó en Barcelona desde Galicia, donde conoció de cerca alguno de los clanes que dominaba el mercado español. "¿Te importa?", pregunta antes de chutarse, sin dejar de hablar de la dureza de vivir en la calle. Él y un amigo han pagado 15 euros por una dosis compartida de cocaína. Por cinco euros pueden conseguir una mala calidad. "Ahora me estoy inyectando cocaína, porque la heroína es muy mala", relata hablando tranquilamente, junto a un contenedor de basura, con la aguja colgando del brazo y un hilo de sangre chorreándole por la piel . Mientras la aguja sigue enganchada al brazo algunos peatones pasan inadvertidamente por el lado. Ni miran la escena, distraídos en sus propias preocupaciones. O la han normalizado. Tampoco nadie se fija en la persona sin hogar que duerme en un portal de unos metros más allá. Son las 18.30 h de un día laboral en la calle Egipcíades. Es otro de los puntos negros del Raval. Como la plaza de la Gardunya o los jardines de Rubió y Lluch.

Todos los días el suelo de la calle de Agustí Duran y Sanpere queda así en algún momento.
Varias veces al día los equipos de limpieza pasan por el callejón para recoger las jeringuillas.
Restos de sangre después de una punción.

Los drogodependientes van y vienen. Josep y Rosa llevan poco más de un mes instalados por la zona. Antes solían pasar Azxac, un chico paquistaní de 36 años, y Mohamed, de 39. El primero lleva tres años consumiendo, el segundo hace dos. Se pueden llegar a gastar 30 euros diarios, aunque alguna vez han llegado a invertir más de cien. Durante unas semanas, se les podía observar pinchándose dos o tres veces al día en el mismo rincón. "La calle es muy dura, la única salida es la droga", relata Azxac, que intentó trabajar recogiendo chatarra con el carro, pero a menudo le robaban las cuatro piezas que conseguía recoger y finalmente desistió. Ahora vive –malvive– de las monedas que le dan los turistas y los vecinos.

Unos días después Azxac y Mohamed han desaparecido. Su lugar lo ocupa un joven vestido con una camisa elegante y llamativo con motivos geométricos. Lleva la droga dentro de un zapato. Después de inyectarse por segunda vez en pocos minutos, se lleva el zapato y lo esconde en la plaza de Joan Amades. Se limpia en una fuente cercana los brazos y pies ensangrentados, asusta a un par de turistas que caminan distraídos por la calle, entra en una oficina bancaria y, al cabo de unos segundos, sale apresuradamente hasta perderse dentro de un edificio viejo del Raval.

El chico que llevaba la droga en el zapato.

Algunos toxicómanos son conscientes del peligro que conllevan las jeringuillas y las recogen. Incluso, en algún caso, llevan toallitas húmedas para limpiar la sangre del suelo. Una fijación de algunos son las motos que les rodean, sobre todo un par de vehículos que, pese a los controles policiales que registran las matrículas, llevan más de tres meses sin moverse de sitio. Están deshechas, destartaladas, y alguno de los toxicómanos se pasa largos ratos removiendo todos los rincones, bajo el asiento, entre las ruedas.

La actividad durante el día es alta, aunque ha descendido con la llegada del frío. Durante algunas noches el callejón también se llena de vida. No sólo por los sintecho que buscan un rincón para resguardarse, entre la hilera de motos y bicicletas, protegidos por cartones y mantas, sino también por los grupos de drogodependientes que se reúnen. No es extraño que algunas mañanas todo el callejón sea un esparcimiento de suciedad, defecaciones y orines incluidos, prendas y comida. A veces, la Guardia Urbana les ahuyenta, aunque muchos no tienen a ninguna parte a dónde ir.

La noche

En más de una ocasión el callejón es un sitio de intercambio. Una chica deja distraídamente una bolsa en el suelo, cerca de la pared de la escuela. Al rato dos chicos llegan, se drogan y cogen la bolsa sin mirar al interior, como si la hubieran dejado para ellos. Desde lo alto del patio de la escuela los niños lo miran risueños.

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