¿Cómo se hace una vacuna de ARN?

Se utilizan bacterias para producir ADN que después se transforma en ARN

LeicesterEl principio básico de cualquier vacuna es introducir en el cuerpo una sustancia que entrene al sistema inmunitario sin provocar ninguna enfermedad, de forma que cuando entramos en contacto con el microbio correspondiente, ya estemos protegidos. Esto no ha cambiado desde que se empezó a popularizar la inmunización en el siglo XVIII, aunque el efecto se ha conseguido de maneras diferentes a lo largo del tiempo. A pesar de todo, las vacunas han sido siempre fármacos sencillos. Contienen poco más que un microbio, inactivo o solo un trozo, y a veces aditivos para acelerar la respuesta inmunitaria. Pero a pesar de esta simplicidad, fabricarlas es complejo y esto es especialmente evidente en el caso de las nuevas vacunas de ARN, que han introducido un cambio radical en la manera en la que se lleva a cabo el proceso.

El covid-19 ha hecho saltar a las primeras páginas de los diarios la vacuna de ARN, un concepto que la mayoría de la población no había oído nunca. Por eso ha dado la sensación que era un invento nuevo que se había desarrollado deprisa y corriendo para solucionar un problema urgente. En realidad, todo empezó con un artículo científico publicado en 1989, que llevó a la hipótesis que la ARN se podría utilizar para inmunizar. Desde entonces, se han hecho numerosos experimentos para transformar esta idea en una realidad y, antes de la pandemia, las primeras vacunas generadas con este sistema ya se estaban probando en ensayos clínicos. Los últimos meses se han acelerado mucho las etapas que todavía quedaban para acabar de optimizarlas.

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Un principio diferente

Las vacunas de ARN funcionan con un principio diferente de las tradicionales. En lugar de provocar la respuesta inmunitaria con una proteína (aislada o que forma parte de un microbio inactivo), se inyecta el código para que las mismas células humanas la fabriquen. Estas instrucciones se encuentran, por ejemplo, en el genoma del SARS-CoV-2, que está hecho de ARN. Lo primero que se necesita, pues, es saber qué proteína puede provocar una buena inmunización. En el caso del SARS-CoV-2, la llamada proteína S (spike o espícula), que el virus utiliza para engancharse a las células del huésped, parecía que tenía las características adecuadas.

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Una vez confirmado que era así, se tuvo que leer el genoma entero del virus para encontrar en qué lugar exacto estaban las instrucciones para fabricar la proteína S. Este trocito de ARN, envuelto con una cápsula protectora para evitar que se degrade antes de llegar a su objetivo, es básicamente de lo que están hechas las vacunas de Pfizer/BioNTech y Moderna. El resto son sustancias químicas comunes para mantener el pH y la estabilidad (sacarosa, varias sales, ácido acético...).

Bacterias multiplicadoras

El procedimiento para producir una vacuna de estas características a gran escala es largo. El primer paso es producir grandes cantidades de las instrucciones de la proteína S. Esto se hace introduciendo esta información en bacterias, que se hacen crecer en unos contenedores con centenares de litros llenos de un líquido con los nutrientes adecuados. Las bacterias no saben multiplicar moléculas de ARN, pero sí de ADN (en un par de semanas, pueden hacer billones de copias), y por eso la información genética se les da en este formato, que tiene una estructura química parecida. El ADN se aísla entonces del caldo donde crecen las bacterias y se hace el primer control para asegurar que está muy purificado.

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En una segunda fase, las moléculas de ADN se tienen que convertir en ARN. Esto se hace en otros contenedores, de unos cuarenta litros, donde se encuentran las enzimas adecuadas, todo en condiciones de máxima esterilidad para evitar contaminaciones. De cada contenedor, en una semana, sale suficiente ARN para un lote de diez millones de dosis de vacuna. Igual que antes, el ARN resultante se purifica y pasa otro control de calidad.

En la etapa final se encapsula cada molécula de ARN en una pequeña esfera hecha de lípidos. Esto se consigue mezclando el ARN y los lípidos en unas cocteleras especiales de la medida de una galleta, llenas del líquido adecuado. Después solo hay que poner la cantidad necesaria de esta solución en viales. Todo esto pasa, una vez más, en entornos estériles y, antes de poner los viales en cajas, congelarlos y distribuirlos por todo el mundo, se hace un último control, esta vez no solo para asegurar la pureza, sino también la potencia para generar la respuesta que se espera.

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En el caso de Pfizer, cada paso se hace por separado en una de las plantas de la compañía, en Misuri, Massachusetts y Michigan, y los productos finales se envían de un lugar al otro congelados. Moderna utiliza plantas en los Estados Unidos, Suiza y España. El proceso dura alrededor de un mes, la parte más lenta del cual son los estrictos controles, y puede generar entre uno y tres millones de dosis en cada lote. Muchos pasos dependen de factores biológicos, como las bacterias; por lo tanto, su eficacia es variable. Por eso no se puede predecir con exactitud cuántas dosis estarán a punto cada vez: hay un factor aleatorio que puede hacer que las previsiones no se cumplan. Pero el proceso se está optimizando constantemente, y cada vez se tarda menos en generar más dosis.