La vacuna que cambia vidas
Hablamos con personas vacunadas contra el covid para saber cómo ha impactado en su día a día la vacunación
BarcelonaLa vacunación avanza y, con ella, la recuperación, tímidamente, de algunas rutinas que habían quedado aparcadas con el coronavirus. Sanitarios, gente mayor y pacientes con cáncer e inmunodeprimidos son algunos de los colectivos que ya se han vacunado. Hablamos con ellos para saber cómo les ha cambiado su día a día.
Pilar Recha, 85 años: "La vacuna ha dado más tranquilidad a mi hijo que a mí"
El 4 y el 25 de marzo. A Pilar Recha, barcelonesa de 85 años, le tocó la lotería estos días de marzo cuando la citaron para la primera y la segunda dosis de la vacuna anticovid. “Tenía la obligación de ponérmela”, responde a la pregunta de si en algún momento tuvo miedo o incluso dudó de si tenía que pasar por la inyección en el brazo. No parece una mujer propensa a tener miedo y se expresa con un tono firme y –quizás queda mal– juvenil. Recuerda como la vigilia del confinamiento de la primavera de 2020 su hijo se presentó en su piso con un par de bolsas dispuesto a instalarse para no dejarla sola en aquellos momentos de incertidumbre general. La convivencia, después de tantos años de vidas independientes, fue bastante buena. Dice que durante todos aquellos días no se "agobió mucho" a pesar del rosario de información de muerte y dolor, y que "se portó bien" y cumplió escrupulosamente todos los protocolos. Explica que una de las cosas que más ilusión le ha hecho ahora es poder volver a abrazar a su nieta de 30 años, que había visto muy esporádicamente y siempre con la mascarilla puesta. Como por ejemplo: “Sé que todavía puedo contagiarme del coronavirus”, afirma para indicar que no baja la guardia.
La vacuna le ha dado tranquilidad pero admite que su hijo “todavía está más tranquilo” que ella sabiendo que su madre está inmunizada. “Cada uno que haga lo que quiera, pero no puedo entender cómo hay gente que no quiere vacunarse”, exclama. Con todo, dice que de momento ha relajado muy poco las medidas de seguridad e higiene que tomaba antes de vacunarse pero sí que se ha animado a quedar para tomar un café con alguna de las amigas con quien perdió el contacto durante el confinamiento. Sueña poder pisar pronto un museo y, mientras la situación epidemiológica mejora, opta por salir a pasear un poco alrededor de casa, con la ayuda del bastón, haciendo caso del consejo médico de mantener cierta rutina de ejercicios para no perder movilidad.
Ahora que ha vuelto a vivir sola, Pilar está “agradecida” por haber recuperado las charlas con Jordi, el voluntario de la asociación Amics de la Gent Gran que le hace compañía, y con quien se tuvo que conformar con hablar virtualmente durante el confinamiento. “Uy, le explico muchas batallitas”, dice riendo.
Alfonso Dacasa, 37 años: “Me siento más seguro en el hospital que en el supermercado”
La mascarilla y el gel hidroalcohólico hace ocho años que forman parte de la vida de Alfonso Dacasa, desde que recibió un trasplante de médula ósea. A los 21 años le diagnosticaron un linfoma de Hodgkin, enfermedad de la que se recuperó, pero a los 29, una recaída y el posterior trasplante le dejaron bastantes secuelas. “Soy un paciente crónico, inmunodeprimido y propenso a coger infecciones graves. Tengo muchas patologías y casi todas son una fiesta para el coronavirus”, explica con buen humor. Como todo el mundo, la pandemia le obligó a modificar rutinas, pero, en su caso, tuvo que tomar precauciones extras para no contagiarse. Cuando empezaban a llegar noticias del coronavirus, decidió dejar de asistir a las clases de medicina, la carrera que cursa, y cuando, finalmente, se decretó el estado de alarma, se autoconfinó solo 50 días en casa, lejos de su pareja y su madre, sus cuidadoras habituales, para evitar contagiarse. “Dejar de ver a amistades, familiares y aparcar proyectos es lo que más me ha afectado. Mi pareja, además, como trabaja con niños también ha dejado de trabajar, por prevención, y esto también ha impactado en la economía familiar”, reconoce.
No obstante, la vacunación es una inyección de esperanza. Ya está inmunizado con las dos dosis de Pfizer y su pareja y su madre, con la primera de AstraZeneca. “Continuamos yendo con cuidado pero estamos más tranquilos, me siento más protegido”. No solo por la vacuna sino también porque cada vez se sabe más del virus.
Está habituado a las visitas al hospital, ya sea por alguna infección o por un control, pero ahora va con más confianza. “Me siento más seguro en el hospital que en el supermercado, donde la gente se aglomera y no mantiene distancias. Me ven en silla de ruedas pero lo que no saben es que soy inmunodeprimido”, dice. La vacuna también le ha permitido recuperar un poco de vida social: “He empezado a salir algo más. Siempre quedamos al aire libre y continuamos manteniendo distancias pero con el plus de seguridad que da estar vacunado".
"He cambiado la frecuencia con la que hacía cosas, ahora quedo más con gente y he ampliado un poco el círculo”, dice Alfonso, que reconoce que tantos meses de pandemia le han pasado factura anímicamente. A medida que la vacunación avance su pareja también podrá volver al trabajo: “Esto también nos cambiará la vida”. Con todo, las clases en la Facultad de Medicina todavía no las ha retomado y prefiere dedicar este año a recuperarse.
Teresa Planella, 62 años: “De golpe, con la vacuna, me cambió incluso el humor”
Todo el mundo sabe que son los que se encargan de dormir a los pacientes que se tienen que operar. Pero no tantos conocen otra vertiente del trabajo de los anestesiólogos y que ha jugado un papel fundamental durante toda la pandemia: ellos son los encargados de intubar a los enfermos que no pueden respirar y de cuidar a los más graves en el área de reanimación. “El equipo de anestesiólogos intubamos a más del 90% de los pacientes de la primera oleada”, recuerda la anestesióloga del Consorci Hospitalari de Vic Teresa Planella, que admite que sufrió mucho, especialmente, durante los primeros meses. “El de la intubación es uno de los momentos en que tienes más riesgo de contagiarte: tienes que estar muy cerca del paciente, respirando el aire que respira. Al principio no teníamos tanta información sobre el virus, y hasta después de Sant Jordi no nos hicieron las primeras PCR y no sabíamos si estábamos contagiados. Todavía ahora cuando lo pienso vuelvo a sentir aquella angustia”.
Tiene 62 años, y lo peor fue intubar a amigos o a conocidos de su edad. “Es un hospital comarcal y es fácil que les conozcas directamente o indirectamente. Y muchos eran pacientes sin patologías graves, que eran igual que tú. Y tú los tenías que intubar y algunos, desgraciadamente, acabaron muriendo. Y esto todavía te provocaba más estrés”. De hecho, en la primera oleada, la mayoría de anestesiólogos eran de su quinta. “Ahora hace poco nos volvieron a hacer pruebas y nadie del equipo se ha contagiado, a pesar de que hagamos una de las maniobras con más riesgo. Y esto quiere decir que nos hemos sabido proteger muy bien”, dice con orgullo.
Después de meses esperando las anheladas vacunas, en enero recibió la primera inyección. “Cuando salió en la intranet que nos podíamos apuntar, si no fui la primera, poco me faltó. Había gente que tenía algunas dudas, pero yo ninguna, ¡lo tenía clarísimo!” Y gracias a las dos inyecciones ahora respira mucho más tranquila: “Me lo decían: estás más contenta. Es que, de golpe, con la vacuna, me cambió incluso el humor: fue como una liberación”. Sobre todo porque ya no tendría que sufrir por si transmitía el covid a sus seres queridos: “Me daba miedo contagiar a mi marido y a mis hijas. Y sobre todo lo he notado con mis padres. Tienen 89 y 87 años, y sufría mucho cuando los iba a cuidar. Pero ahora ya les puedo ir a ver sin miedo”.