Vendiendo pañuelos de papel en el metro: "Me siento invisible, como si no existiera"

Una madre divorciada explica su experiencia pidiendo en el suburbano

BarcelonaParece una chica cualquiera que no llama la atención de nadie cuando sube al metro: lleva vaqueros y sudadera, una mochila y una pequeña bolsa que le cuelga por delante del pecho. Cuando se cierran las puertas, saca de la bolsa unos cuántos paquetes de pañuelos de papel, se coloca en medio del vagón con las piernas ligeramente separadas para mantener el equilibrio a pesar del movimiento del tren y empieza a decir en voz alta: "Bona tarda, disculpen las molestias. Lo que pasa es que tengo un niño y no puedo alimentarlo porque no tengo trabajo. Este es el único medio que tengo para hacerlo”.

Algunas de sus palabras se confunden con el ruido del metro y resultan casi imperceptibles. Con todo, continúa la letanía: "Si por casualidad pudieran colaborar con un trabajo o comprándome un paquete de pañuelos, se lo agradecería mucho”, añade haciendo énfasis en las palabras trabajo y pañuelos y levantando la voz todavía más si hace falta. A pesar de esto, los pasajeros se mantienen absortos con la mirada en el móvil. Solo alguno la levanta ligeramente para volverla a fijar rápidamente en la pantallita.

Cargando
No hay anuncios

Clara Latorre Mondragón es colombiana, tiene 31 años y hace tres años que pide en el metro. Sin embargo, desde que empezó la pandemia, asegura, las cosas han empeorado de verdad. Tampoco es que antes consiguiera una fortuna vendiendo pañuelos, pero podía sumar hasta 30 euros en una jornada. Ahora si obtiene 20 ya puede considerar que ha tenido un buen día. Los malos días vuelve a casa con 7 o 8 euros en el bolsillo.

Es cierto que Clara tiene un hijo: se llama Santiago y tiene 5 años. De hecho, cuando habla de él o enseña con orgullo una fotografía, se le ilumina la cara. Por eso precisamente pide limosna en el metro: para mantenerlo. Está separada y, según dice, el padre no le aporta ni un céntimo.

Cargando
No hay anuncios

"La asistenta social me da una ayuda de 120 euros al mes", afirma. Pero, claro, esto no le llega para nada. También recibe comida de una entidad religiosa, pero se queja que muchos de los alimentos están caducados y no se los quiere dar al niño. Al menos, eso sí, tiene suerte porque desde hace unos meses vive en un piso compartido de la asociación Provivienda y no tiene que pagar alquiler. Antes pernoctaba en hostales que le sufragaban los servicios sociales. Pasó por seis en solo un año con su hijo a cuestas. "Al niño le decía que estábamos buscando casa y que por eso cambiábamos tan a menudo, para encontrar la mejor".

Cargando
No hay anuncios

Clara va al metro a vender pañuelos de vagón en vagón cada mañana después de dejar su hijo en la escuela. Sube en la parada de Sagrera de la línea 1 y en baja en la de Mercat Nou, y vuelve a empezar. Así hasta las cuatro de la tarde, que es cuando tiene que volver a la escuela a recoger el niño. Vende en la línea 1 porque, argumenta, es la más transitada. Siempre sube al metro en el último vagón, porque así puede comprobar desde el andén si en el resto hay algún vigilante de seguridad. Según dice, la han echado un montón de veces.

Con todo, lo que más la enfada es otra cosa: "Me siento invisible, como si no existiera". La indiferencia generalizada la mata, que nadie levante la mirada del móvil aunque sea para decirle que no puede darle nada. Sí, hay gente que pide y miente, admite. "Como la mujer que se hace pasar por ciega y no lo es, o el hombre que pide dinero con la foto de un niño enfermo", pone de ejemplo. Con todo, su historia es verídica, asegura. De hecho, a menudo se le rompe la voz cuando lo explica.

Cargando
No hay anuncios

Clara llegó a Barcelona cuando tenía 22 años después de que muriera su padre y tuviera que dejar la universidad por falta de dinero. Se nota que tiene formación por la manera como habla y se comporta. Asegura que durante tres años tuvo permiso de trabajo y de residencia en España, y que trabajó como camarera y dependienta. Pero no le renovaron el contrato y cayó en un pozo sin fondo. Antes de la pandemia, todavía podía conseguir algún trabajo en negro, pero ahora ni esto.

Cargando
No hay anuncios

"Esta semana en el metro me han llamado sudaca de mierda, y que trabaje y deje de vivir de renta". Trabajar precisamente es lo que ella querría. "Aunque fuera limpiando lavabos, pero que tenga un salario fijo", insiste. No recuerda exactamente el primer día que empezó a vender en el metro, pero sí que recuerda la sensación que tuvo: "Sentia la cara caliente, caliente". De pura vergüenza. Después de tanto de tiempo asegura que continúa sin acostumbrarse, que todavía se le hace una montaña.

"Sé que no necesito vender pañuelos, pero no quiero que la gente piense que pido dinero sin ofrecer nada a cambio", comenta. Los pañuelos que vende los compra en el Día o el Mercadona. Quince paquetes le cuestan un euro. Antes vendía chicles pero eran demasiado caros y dice que no le salían a cuenta. Muchas veces el pasajero que menos piensa que le ayudará es quien lo hace. Es importante no dejarse llevar por las apariencias, asegura.

Cargando
No hay anuncios

"Bona tarda, ¿pañuelos?", va repitiendo Clara con un cierto cantar mientras recorre el vagón con pasos inestables debido al movimiento del convoy. Pero nadie compra nada. En el siguiente vagón Clara respira a fondo y vuelve a repetir la letanía del principio. La respuesta es la misma: los pasajeros continúan abstraídos con sus teléfonos móviles.