Neuronas que nos protegen de morir intoxicados
Desde pequeños, con una sola ingesta, nuestro cuerpo le basta para asociar toxicidad a un producto o comida, lo que revela la conexión de las redes neuronales entre cerebro e intestino
Los mamíferos omnívoros nos alimentan de una gran variedad de alimentos. Impelidos por la curiosidad, primates, roedores y cánidos probamos nuevos alimentos y, al mismo tiempo, hemos aprendido a evitarlos si en alguna ocasión anterior la ingesta nos ha provocado que nos mareemos o enfermemos; y es así incluso después de una única mala experiencia. Es crucial aprender qué alimentos nos son tóxicos porque nos va la supervivencia. Pero, ¿cómo aprenderlo con un único contacto?
Las reacciones de toxicidad suelen manifestarse primero en el intestino, porque habitualmente el tóxico nos provoca náuseas y vómitos para expulsar fuera lo que el cuerpo rechaza. La aversión condicionada a ciertos gustos y olores no es inherente sino que se aprende, y manifestamos nuestro disgusto de diferentes formas. Los humanos nos sentimos mareados, hacemos muecas explícitas y lo comunicamos a los demás.
En experimentos con ratas y ratones, los roedores tiran la comida del comedero o la entierran para que ningún otro pueda comerla. En observaciones en la naturaleza, los coyotes se estrujan por el suelo y se mean encima de la comida que consideran tóxica para provocar también el rechazo de sus congéneres. Todas estas reacciones demuestran que existe un aprendizaje y que nuestro cerebro es capaz de relacionar malestar corporal con la intoxicación debido a la ingesta de un producto concreto.
Además, esta aversión a ciertos gustos normalmente se mantiene a lo largo de la vida y es muy difícil de revertir. La conexión intestino-cerebro es bidireccional, el sistema nervioso regula la digestión y controla los movimientos peristálticos, pero, al mismo tiempo, nuestro intestino genera señales que impactan en nuestras emociones, cognición y comportamiento.
Conexión intestino-cerebro
En el aprendizaje de la aversión condicionada a ciertas comidas, intervienen diferentes redes neuronales. La primera es la que se inicia en la boca con el sentido del gusto cuando ingerimos algún producto nuevo, el cual conecta a las neuronas del córtex gustativo y después a una zona del cerebro llamada amígdala, que permite "grabar" este gusto nuevo a la comida concreta que ingerimos.
Otra red neuronal es la que une el malestar del intestino con una región del cerebro posterior, cuyas neuronas producen un neurotransmisor específico relacionado con la sensación de dolor, que también conectan con la amígdala. Una investigación reciente en ratones demuestra cómo se produce la interacción entre estas conexiones neuronales y el consiguiente aprendizaje de forma que, si sobrevivimos a la experiencia, sólo con el olor o el gusto rememoramos todo el malestar y rehuimos su ingesta.
En estos ensayos, los investigadores dan a beber a los ratones una bebida con sabor a frutas. Tienen un grupo de animales a los que durante días les han dado el líquido sin que les pase nada, mientras que en otro grupo se lo dan por primera vez. A ambos grupos, después de media hora de beber, se les provoca náuseas mediante la administración de cloruro de litio intraperitonealmente y observan qué regiones del cerebro se activan.
Después de un intervalo de dos días dándoles sólo agua, observan que si ahora los dejan escoger entre agua y bebida con sabor a frutas, los ratones que se habían acostumbrado previamente a beberla sin ningún efecto beben indistintamente tanto agua como bebida con gusto, mientras que los que después significativamente la bebida con saborizante. ¿Cómo es esto?
Neuronas que nos protegen de tóxicos
Los investigadores determinan que existen neuronas de la amígdala implicadas en el control de las emociones que se activan cuando se prueba por primera vez una comida, también cuando se produce la náusea y, de nuevo, cuando se les presenta la bebida que asocian a una experiencia negativa. Así pues, en la misma zona de la amígdala proyectan tanto las neuronas que han identificado y procesado el gusto, aspecto y olor como el grupo de neuronas del cerebro posterior que controlan el sentido del malestar y dolor. Cuando un gusto es nuevo, estas neuronas activadas de la amígdala quedan en alerta durante cierto tiempo. Si no llega ninguna señal de malestar del intestino, no se asigna la categoría de tóxico a la comida. Si, por el contrario, en este período de alerta las neuronas de la parte posterior del cerebro les indican que el cuerpo no está bien, la amígdala caracterizará este manjar como probablemente tóxico y generará la reacción no controlada de aversión y rechazo, incluso, reviviendo las náuseas.
Los investigadores han manipulado mediante ingeniería genética estas neuronas que proceden de la parte posterior del cerebro e indican el malestar del intestino. Si las activan genéticamente, independientemente de la comida, los ratones sienten náuseas y rechazarán la ingesta de ese alimento. Por el contrario, si también mediante ingeniería genética se anula la función de estas neuronas, los animales son incapaces de asociar una comida concreta con las náuseas y no presentarán aversión acondicionada.
Por tanto, la selección natural ha favorecido la creación de redes neuronales que protegen el cuerpo de la ingesta de tóxicos potenciales, que pueden estar algo decaladas en el tiempo para permitir relacionar el gusto con el malestar generado. La próxima vez que diga que no le gusta nada el marisco o que no puede beber leche porque vomite, ya sabrá por qué y cómo se ha generado la reacción física de aversión condicionada de su cuerpo.