Por dónde empiezo

La difícil decisión de ir a vivir a un pueblo sin agua corriente

Dejamos una casa preciosa con vistas al mar ya diez minutos de nuestros trabajos para ir a vivir a la montaña

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La difícil decisión de irse a un pueblo sin agua corriente

Martí, mi primer hijo, nació en el 2004 y poco después cogí una tuberculosis que me provocó una crisis que me hizo sentir una responsabilidad de madre que no había percibido hasta ese momento. En Cataluña empezaba un movimiento de cambio en torno a la crianza que me llevó a hacer la formación de doula, y en una charla sobre el sueño de los bebés me quedé con una frase que nada tenía que ver con el tema pero que va cambiar mi vida. "Jugar en la calle es vital para los niños".

Oriol, mi pareja, estaba de viaje y le llamé porque esa misma noche había soñado que vivíamos en una casa en un pueblo pequeño, rodeados de naturaleza. No podía esperar a que volviera, me desperté sabiendo que las sensaciones del sueño eran las que quería. "¿Te te ves viviendo en un pueblo pequeño?" ¡Vivíamos en una casa preciosa que habíamos construido con mucho esfuerzo con fines de semana familiares invertidos en formar parte de las obras, con vistas al mar ya 10 minutos de nuestros trabajos y nos gustaba lo que hacíamos!

Marxar fue complicadísimo, implicaba un periplo logístico lleno de obstáculos de todo tipo: comunicarlo a la familia, vender la casa, plegar del trabajo, ¿a dónde vamos? Oriol me decía "¡pero si en este pueblo no hay ni agua corriente!" Y en nuestro entorno no nos entendían: "¿De verdad se vais? ¡Qué locura!"

A pesar de las dificultades yo era optimista, sabía que acabaríamos encontrando nuestro sitio y recuerdo perfectamente el momento de ver a nuestro pueblo por primera vez. Nos miramos asintiendo con la cabeza, con una sonrisa en la cara. Abril y Jana nacieron en la Garrotxa y hoy les he contado a los tres que estoy escribiendo este artículo. Aquí tenéis lo que es para ellos vivir en un pueblo: ir y volver solos de la escuela, rodear en bici con sus amigos, pescar saliendo del cole, hacer picnics entre semana con mamá, conocer a todos los niños y niñas de la escuela. También correr, saltar y subirse a algún árbol a menudo, ir de compras sin dinero, participar en la organización de la fiesta mayor, ser amigo del abuelo Juan. Hacer cabañas, bañarnos en el río en febrero, construir una barca y navegar por ella, coger renacuajos en la balsa del Palol o mojarse bajo la lluvia.

Los escucho y me emociono. Estos tiempos ya no volverán, pero les han dejado momentos inolvidables, y yo, como en jugóloga, sé que han tenido una infancia plena, con un juego rico, con autonomía y muchas posibilidades de explorar conociendo cada rincón de su pueblo y ahora mayores, de toda la comarca. Son personas con vínculo con la naturaleza, conectados con los ciclos de la vida y, sobre todo, con relaciones intergeneracionales sólidas.

No todo son flores y violas

Pero no todo son flores y violas. Conozco a personas que lo probaron y no se acabaron de encontrar bien. En un pueblo, si vienes de fuera siempre serás de fuera, y eso afecta, porque las personas necesitamos pertenecer a algún sitio. No existe el anonimato. Hemos sido fieles a lo que sentimos y consideramos bueno para nosotros y para nuestros hijos, y atendernos y cuidarnos, priorizarnos ante lo “que pensarán” no ha sido fácil.

Nos sentimos solos en muchos momentos, nuestra decisión tuvo implicaciones emocionales con las que no contábamos. Las familias que decidimos irse renunciamos a la relación y la convivencia con los padres, hermanos, primos y amigos, que en momentos difíciles son las personas que siempre responden, y no estar cerca nos lo hace difícil. Y aunque es duro y me emociono mientras lo escribo, agradezco mucho haber tenido la posibilidad de vincularnos con otras familias con las que hemos construido una familia de amigos que nos apoyamos con cosas del día a día y también con cosas del corazón.

Ahora, dieciocho años después, me pregunto cómo serían mis hijos si no fueran niños de pueblo, pero sabéis qué, como dicen en la Garrotxa, ¡tanto le folla! ¡Me en-can-ten! Y, por cierto, ya estoy buscando dónde jubilarme.

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