Sexo tórrido y confusión vital en la Alemania poscomunista

Hay quien dice que los jóvenes son el alma de un país y, como mínimo, éste parece ser el caso de Maria, la protagonista deAlgún día nos lo contaremos todo. Es el verano de 1990, y con veinte años aún no cumplidos, la chica vive en la granja de la familia de su novio Johannes en Turingia, en Alemania del Este. Él está entusiasmado con la reapertura de la frontera tras la caída del Muro de Berlín, ya que le permite visitar el sueño capitalista de los pueblos vecinos. Las emociones a flor de piel que transpira la interpretación de Marlene Burow nos indican que Maria no está tan convencida del cambio, y mientras todo el mundo a su alrededor habla de progreso y planes de futuro, ella se refugia en la lectura de Dostoievski y, sobre todo, en su inesperado romance con Henner, un hombre solitario que le dobla la edad.

La situación se puede leer como el reverso del modelo cinematográfico establecido por Mike Nichols en El graduado, donde el sexo es un ritual iniciático en momentos de confusión vital, pero la adaptación de la novela de Daniela Krien (también coguionista del filme) tiene también un claro componente simbólico, donde Maria queda atrapada entre las ilusiones de futuro encarnadas por Johannes y el pasado árido en el que se reconoce a Henner. La alegoría, en cualquier caso, pasa a segundo plano en los tórridos y bruscos encuentros en la cama de los protagonistas, que Emily Atef filma con franqueza, atenta a la verdad de los cuerpos, pero sin esquivar el espinoso desequilibrio de edad y el sometimiento que fundamenta la atracción entre dos personajes perdidos.