Ethan Hawke nos invita a ahogar las penas

No sé si Blue moon es la mejor película del año, pero sí me atrevería a decir que es la más acogedora. El mérito no es menor, dado que empieza anunciando la muerte de su protagonista, Lorenz Hart, letrista que estableció una memorable colaboración con el compositor Richard Rodgers, ya quien debemos hitos del teatro musical como My funny Valentine o la canción que da título al filme. Pero Hart, que en la ficción tiene las facciones de un Ethan Hawke empequeñecido y con calva prostética, posee carisma suficiente para que nos olvidemos de la anticipación luctuosa y le acompañamos gustosos al bar donde se refugia del estreno de¡Oklahoma!, espectáculo que su compañero Rodgers realizó con Oscar Hammerstein. Al despecho por esa infidelidad se suman los nervios por el encuentro inminente con la joven que tiene fascinado al homosexual Hart, que proyecta en ella un ingenuo ideal romántico.

Buscado por el desengaño y un alcoholismo notorio, e ignorante de su fin inminente, el personaje central se atrinchera en el don por la ironía para negar el punto crítico donde se encuentra. Y casi nos convence, ya que los diálogos que el guionista Robert Kaplow pone en sus labios riman con la métrica efervescente del clasicismo hollywoodiense. Pero Richard Linklater, experto cineasta de la palabra, sabe que no conviene tratar el texto desde la idealización nostálgica, y plantea la puesta en escena como una escucha atenta, comprensiva y discreta del casi monólogo de Hart-Hawke; la misma que hacen los suyos partenaires, Margaret Qualley, Andrew Scott y Bobby Cannavale, que acompañan sin señalar el dolor de un amigo que está llegando al final de la partida. No es casual que los personajes citen las mejores (y las peores) frases de Casablanca, otra película de cosquilleo retórico y corazones rotos que, como Blue moon, transforma un bar en unos limbos aterciopelados de donde no quisiéramos marcharse.